Dislates en Latinoamérica
Nadie salió bien librado de la crisis política y diplomática en Honduras que, afortunadamente, parece acercarse a su término. Los países que desde antes de la defenestración de Manuel Zelaya apoyaron su permanencia en el poder -las llamadas naciones del Alba: Cuba, Venezuela, Bolivia, Nicaragua, Ecuador, Paraguay, y aunque no formalmente, Argentina- perdieron en toda la línea. Honduras se ubicaba en su columna; ya no. Hugo Chávez podrá alegar lo que quiera, pero se quedó con un aliado menos.
Los países latinoamericanos normalmente más sensatos, pero en esta ocasión arrastrados por Chávez -Brasil, Chile, Uruguay, El Salvador, Guatemala-, también acabaron mal. Basaron todo -la definición de la democracia, el desenlace de la crisis, sus alianzas y deslindes- en la restauración de Zelaya en la Presidencia. No lo lograron, ni antes de las elecciones ni después, ni por un período respetable o por un lapso pro forma, con sombrero presidencial o sin él. El desempeño brasileño, tan criticado por la prensa paulista, se antoja el más extraño: en el mejor de los casos, Chávez los tomó por sorpresa, introdujo a Zelaya a su embajada, se burló del principio del asilo diplomático, y tampoco les aseguró una salida decorosa.
Muchos países condenaron con razón el golpe de Estado de junio pero, por querer evitar a toda costa un enfrentamiento político-ideológico con el Alba y Brasil, desistieron de adentrarse igualmente en las causas del golpe. Aceptaron hacer de la restitución de Zelaya la piedra de toque del retorno a la democracia, y terminaron por avalar la tesis aberrante de que un gobierno legítimo no puede organizar elecciones legítimas, justas y limpias.
También la avaló la OEA, que justamente por componerse de muchos gobiernos emanados de elecciones auspiciadas por regímenes autoritarios, debió haberla rechazado. Y, por último, Barack Obama terminó mal con todos. Con los Castro, Chávez y Zelaya por no imponer una solución a fuerza de sanciones, presiones, y negociaciones; con los golpistas y sus partidarios por el espaldarazo a Chávez que, a sus ojos, representó la postura norteamericana.
Sólo Micheletti y los autores del golpe salen bien parados. Y deben su éxito al error de sus adversarios: colocar la vara demasiado alta en relación a sus posibilidades reales de realización. Existían sólidos motivos para centrarse más en los orígenes del golpe, a saber, la abierta violación constitucional de Zelaya con la llamada cuarta urna y la descarada intervención venezolana y cubana.
Hay varias lecciones. La primera es recomendar a los brasileños que se abstengan de involucrarse en una zona que desconocen, y que no van a comprender por un tiempo. La segunda, instar a México a cumplir nuevamente su papel en la zona, pues la pasividad mexicana en una región tan afín y cercana resulta incomprensible. Tercero, Obama debe entender que pedir perdón por pecados pasados no constituye un programa de política exterior, ni siquiera en una región tan sensible a los gestos y ritos como América Latina. Estados Unidos ya no puede, ni debe imponer su postura en el hemisferio occidental, pero tampoco puede resignarse a ser un simple espectador o seguidor de los demás, y mucho menos de un ficticio consenso latinoamericano.
Y en último término, apremia el mejorar, profundizar y fortalecer el marco jurídico regional en materia de defensa de la democracia y de los derechos humanos. Finalmente, urge buscar un poco de consistencia y constancia: decir y hacer lo mismo, y decir y hacerlo siempre. Ya sería hora que los latinoamericanos nos volviéramos más serios.
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