Un legado de la navidad
Las celebraciones en torno a esa fecha epocal se nos han vuelto rutina de fin de año. Nada menos apropiado para los mensajes decisivos que encierra.
La Navidad no sólo habría de significar un cambio radical en nuestra comprensión del cosmos y de nuestro lugar en él, sino también una eine Umwertung aller Werte al estilo de lo pretendido por Nietzsche en su Anticristo, es decir, la transmutación de todos los valores. Me resulta irónico que quien proclamó “la muerte de Dios” con tanta vehemencia ahora me pueda ser útil para escudriñar la trascendencia de Su intervención en la Naturaleza y en la Historia.
Los episodios en torno al nacimiento de Jesús en Belén han sido amplísimamente debatidos, tanto más cuanto que su único cronista, Lucas, que no había sido testigo presencial de los hechos, tan sólo se limitó a procesar la información que afirma haber diligentemente recogido de la boca de María, la Virgen madre del portento, y de las de sus más allegados.
De ese trozo del Evangelio de la infancia de Jesús podemos derivar valiosísimas conclusiones.
La primera es que evidentemente el dinero no hace la felicidad. Una gruta en las afueras de un pueblo miserable no empañó el gozo de los padres y de unos pocos pastores solidarios que cuidaban de sus rebaños en la cercanía.
El episodio muy posterior de unos magos llegados del Oriente caldeo se puede ponderar no sólo como “epifanía” (en griego, “mostrarse”) a los “gentiles”, sino también como ocasión para un despliegue contrastante de la miseria humana de siempre en la envidia y suspicacia de Herodes, el inseguro “rey” impuesto por los ocupantes romanos.
Esa tónica de la insignificancia de los bienes materiales para nuestra felicidad se habría de mantener en los demás relatos evangélicos hasta la desnudez oprobiosa de la muerte en la cruz, en oposición con tanta codicia y apego a lo propio que nos caracteriza.
Pero más me interesa aquí subrayar la hondísima dimensión ética de lo ocurrido: el comienzo de la interiorización del sentido de la responsabilidad moral, que se torna cada vez más íntima y oculta a los ojos de los demás.
El nacimiento de quien hemos hecho pivote central del calendario mundial les fue desconocido a sus contemporáneos. A la usanza meramente humana, sólo a los poderosos les era festejado el nacimiento con gran pompa y ceremonia. Sin embargo, lo recóndito de la llegada de tamaña Persona fue aceptado y bienvenido por sus actores principales.
Les bastó vivirlo en la intimidad. Desde ese instante, el énfasis quedó puesto para nosotros en la discreta interioridad de la conciencia, en las intenciones de nuestros actos, y no tanto en sus consecuencias observables. De ahí la admonición ulterior de que “cuando dés limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha”, o la de que “cuando ayunéis no pongáis caras tristes, como los hipócritas, que desfiguran su rostro para que los hombres vean que ayunan”. También las reiteradas condenas en otros contextos de los mismos, que terminan en cuanto presuntos “santos” en meros “sepulcros blanqueados”.
La pobreza y el anonimato del nacimiento de Jesús pueden ser registrados de signos anticipados de su lapidaria defensa ante quien lo condenó a ser crucificado: “mi Reino no es de este mundo”.
Tampoco se descubre el más leve rastro de resentimiento contra cualquiera porque hubiese despreciado lo humilde de su cuna. Al fin y al cabo, por amor a sus enemigos, clamó “perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen”.
Lo más sublime de la ética cristiana, tan remota a la intransigencia y a los cálculos prudenciales de la vanidad humana, es el impulso del samaritano incógnito que rescata del abandono a un perfecto desconocido llagado y olvidado. O de la viuda que todavía se siente obligada a donar sin testigos su último óbolo. O del “buen” ladrón que en público no se reconoce con más mérito que el del merecer el castigo, o del publicano, cada uno de nosotros, que sólo habría de confesar que es pecador.
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