Compañeros de vuelo
Volar ya no es lo mismo. Y menos en estos días de fiesta. Las insoportables medidas de seguridad en los aeropuertos (¿por qué me quitaron en una ciudad lo que me dejaron pasar en otra?), los asientos cada vez más pequeños en los aviones (como para niños) y los constantes retrasos (¿cuándo fue tu último vuelo que llegó a tiempo?) han hecho de volar un purgatorio.
Lo importante hoy es llegar. Antes no era así. Recuerdo todavía a mis padres vestirse elegantemente para tomar un vuelo, sin importar adónde. La memoria de un vuelo placentero quedaba tan marcada o más que la del lugar que visitaban. Ya no.
Vuelo más de lo que quisiera, al menos una o dos veces a la semana. Es imposible esperar un poquito de privacidad. Y no me he podido borrar de la mente a tres de mis últimos compañeros de viaje.
Al primero que aquí rindo tributo le llamaré, simplemente, el contagioso. Desde que se subió al avión no paró de estornudar y, como no había visto los reportajes de televisión sobre cómo tapar el estornudo con el antebrazo, me salpicó de virus y otros gérmenes impronunciables como si fuera lluvia de verano.
A la hora de la comida yo protegía valientemente ni bandeja. Y no es que se tratara de un manjar; el almuerzo parecía (y sabía) como una madeja de ligas. Pero no me quería enfermar de la gripe H1N1 en el vuelo de Miami a México.
El contagioso, mientras tanto, mezclaba un singular concierto de estornudos con unas monstruosas jaladas de mocos, inhalados con toda la fuerza y estruendo de sus pulmones. La roja e irritada nariz de ese hombre era un verdadero campo de batalla y yo su involuntario reportero.
Al final, perdí. El contagioso logró colar uno de sus virulentos soplidos en mi bebida y estuve enfermo por una semana. Pero no fue gripe porcina. Bueno, más o menos.
Otro compañero de asiento, en un vuelo de Washington a Houston, mascaba sus siete píldoras con la boca abierta, como si necesitara un testigo presencial de su bucal masacre. Pobre hombre, pensé. Debe tener muchas enfermedades.
En Washington hacía un frío de tembladera. Pero el señor de las píldoras ya se sentía de vacaciones y no tuvo ningún empacho en viajar con sandalias, pantalón corto y camisa hawaiana. Aún así me intrigaba saber qué hacía que este hombre se metiera tantas pastillas tan temprano. Y lo supe poco después del despegue.
No daban todavía las siete y media de la mañana cuando el individuo ya había ingerido tres botellitas de vodka. Eso explicaba las pastillas.
Se cuajó en su asiento antes de las ocho. El aliento alcohólico salía filoso como espada. Respiraba con trabajo, como un dragón herido. Y los pedacitos de colores de las pastillas desbaratadas, como de fiesta, adornaban los dientes y la lengua de una boca semiabierta que ba- beaba un espeso líquido amarillento.
Mi tercer memorable compañero de vuelo confundió su asiento con el baño de su casa. Tan pronto entró al avión empezó a desvestirse. Le dio el saco a la asistente de vuelo, se desabrochó el cinturón y se abrió el botón de los pantalones; su voluminoso y blanco abdomen no tardó en desbordarse como una avalancha.
Tiró los zapatos al piso, se sacó la camisa y empezó a repartir sus pertenencias –portafolio, celular, botella de agua, compras del duty free— a su alrededor (o sea, sobre mí). No sólo rompió las más elementales reglas de la etiqueta, sino que llenó de hoyos mi espacio vital; esos treinta centímetros de distancia mínima entre un extraño y lo blanquito de mis ojos.
Sus brazos peludos entraban y salían de mi asiento mientras él leía su periódico y yo esquivaba la sección de deportes. La tormenta terminó cuando, con los brazos en cruz, y las piernas en V de victoria, se echó a dormir y sus ronquidos se confundieron con las turbinas del avión. Acabé de almohada y embarrado como mosca contra la ventana.
Lo malo es que, después de todos estos viajes, me he quedado con una duda: ¿y qué es lo que estos tres ilustres caballeros habrán pensado de mí?
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