La tumba vacía
Solo una enorme roca encontraron los arqueólogos que hicieron excavaciones en el barranco de Viznar, en las afueras de Granada, con la esperanza –para muchos era una certeza– de encontrar los restos del poeta Federico García Lorca, asesinado a las pocas semanas de iniciarse el levantamiento militar que llevó a España a una de sus más dolorosas guerras. Durante tres años (1936-1939) el enfrentamiento se cobró un millón de vidas y le siguió una dictadura de corte fascista de cuarenta años. Algún escritor, lamento no recordar quién, dijo que las guerras más crueles son las guerras civiles “porque uno conoce a su enemigo”. Habría que agregarle algo a esta afirmación que tenga que ver con las dificultades que tropieza la reconciliación ya que mucha gente sigue guardando un especial rencor hacia su enemigo.
García Lorca no hacía mucho tiempo que había regresado de Nueva York a pesar de que el poeta León Felipe le había insistido en que no lo hiciera, pues corría el riesgo de ser asesinado. Incluso le ofreció su cátedra de literatura española en la Universidad de Cornell (Nueva York). Pero nada logró torcer su voluntad. La estadía en Nueva York, que dio lo que debe ser lo más valioso de toda su producción poética, “Poeta en Nueva York“, no le resultó placentera, se sentía oprimido por el ambiente de la ciudad a la que nunca logró habituarse. La nostalgia por Granada se volvía inmensa.
No hace falta repetir la historia mil veces contada: su retiro a la casa de campo de la familia, El Tamarindo, el peligro que allí corría después de ser reconocido por unos falangistas, su refugio en la casa de la familia Rosales (Luis Rosales también era poeta y de la Falange), su apresamiento, y a la noche siguiente su traslado al edificio de una vieja escuela en las afueras de Granada que culminó con “el paseíllo“, por la carretera, de noche ya, casi de madrugada, con un torero, un banderillero, un maestro de escuela y un restaurador. Nada más echaron a caminar, les dispararon por la espalda. El trabajo estaba terminado.
El hispanista inglés Ian Gibson, que escribió varios libros sobre Lorca, aseguró que estaba en el barranco de Viznar, hoy convertido en el parque de Alfacar, no lejos de un olivo que se había tomado como punto de referencia. Gibson aseguraba que el mismo que enterró a los asesinados esa noche, Manuel Castilla, “Manolo El Comunista”, le había indicado cuál era el sitio donde se encontraba el poeta. Después vinieron otros investigadores, y Manuel Castilla dijo a cada uno un sitio diferente.
Una semana antes, aproximadamente, de que los arqueólogos aseguraran que no habían encontrado nada, un escritor, Miguel Pozo, presentó un libro “Lorca, el último paseo”, en el que dice que Castilla les había mentido a todos los que buscaron información en el lugar. De aquí en adelante, la tarea de encontrar los restos de Lorca se volverá más complicada pues se piensa que en el barranco de Viznar hay enterrados unos tres mil “fusilados” por las fuerzas de la Falange, leales a Franco.
Encontrado o no, Federico García Lorca se ha convertido tanto para quienes admiran su obra poética como para quienes no opinamos igual en uno de los símbolos más dramáticos de la barbarie que recorrió toda España como el vaho letal de la Hydra de múltiples cabezas. Una de sus sobrinas, al oponerse a que se realizara esta búsqueda, dijo que era deseo de la familia que siguiera allí, en una tumba anónima, porque de ese modo “Lorca somos todos”, aludiendo así a los miles de muertos en el trágico “paseíllo” dado a la noche. Que sea un símbolo, sí, pero que sirva para recuperar la memoria de muchos otros, muertos trágicamente, como el caso del poeta Miguel Hernández, que sigue figurando en los archivos judiciales de España como un peligroso delincuente. Miguel Hernández también somos todos.
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