El dilema del prisionero
Son muchos los que se preguntan por qué los resultados de la Cumbre de Copenhague fueron tan pobres. ¿Acaso no hay un consenso cada vez más generalizado sobre el papel de la acción del hombre en un calentamiento global que se perfila catastrófico?
La misma pregunta vale para la producción de armas nucleares, químicas y bacteriológicas. Y también para el caso de investigaciones biológicas que pronto pueden dar a luz a tenebrosos engendros poshumanos. Hay un amplio acuerdo en que la humanidad entera se beneficiaría evitando estos desarrollos, pero parece imposible lograr la cooperación necesaria para vedarlos en forma efectiva. Los estados, empresas e individuos se resisten a aceptar los sacrificios necesarios para eliminar estos peligros para la subsistencia de nuestra especie.
Para acercarnos a la comprensión de este intríngulis debemos concentrarnos en la cuestión de la cooperación. En todos los ámbitos mencionados, cooperar significa sacrificar ventajas propias y confiar en que las demás partes involucradas harán lo mismo sin trampas. Alcanzar acuerdos efectivos implica superar tanto la desconfianza hacia el otro como la pulsión hacia la máxima ventaja posible en la competencia con ese otro.
El "juego" es casi imposible, porque el actor A (trátese de un Estado, empresa o individuo) desea maximizar sus ventajas frente a sus competidores. Sabe que ellos quieren maximizar sus propias ventajas, a costa suya. Sabe que si confía puede ser traicionado. Sabe que los otros saben que él sabe que si confía puede ser traicionado. Sabe que los demás saben que él sabe que esa justificada desconfianza probablemente lo conduzca a no cooperar. Y supone que, en tales circunstancias, las otras partes también supondrán que él no cooperará y que, por esa razón, ellas tampoco lo harán.
Así, llegar a un acuerdo resultará difícil. Y habiendo acuerdo, casi con seguridad habrá trampa.
Lo que se acaba de esbozar no es otra cosa que un típico problema de la teoría de juegos, una rama de la matemática aplicada de uso creciente en campos como la ciencia política, la economía, la biología y la filosofía. Sus derivaciones son de interés fundamental para todo problema vinculado al comportamiento humano en situaciones estratégicas, donde el éxito de una parte depende de las decisiones de las demás.
Específicamente, lo que se bosquejó antes es una variante del "dilema del prisionero", uno de los juegos más conocidos de dicha teoría. Ayuda a comprender por qué, si la pulsión por el interés propio predomina en el comportamiento, hay circunstancias en las que la interacción entre dos o más partes conducirá a un resultado contrario al interés colectivo. Filosóficamente sus consecuencias son de gran significación, porque sugieren el carácter éticamente falaz y fácticamente erróneo de toda postura que descanse en las presuntas virtudes del egoísmo.
El ejemplo paradigmático del dilema del prisionero proviene de las prácticas policiales norteamericanas. Pedro y Juan, sospechosos de un grave delito, son arrestados por la policía debido a una transgresión menor. No hay pruebas de la felonía mayor. Si ninguno de los dos hablara, no se les podría imponer más de seis meses de cárcel. Para inducir delaciones, los detenidos quedan separados e incomunicados, y a los dos se les ofrece el mismo trato. Si uno traiciona al otro mientras su socio guarda silencio, el delator quedará libre, mientras que el que permanezca leal a su compañero será sentenciado a diez años de prisión. Si los dos se traicionan mutuamente, purgarán cinco años cada uno. A ambos se les asegura además que su socio no se enterará de su traición hasta después de terminadas las investigaciones.
Si suponemos que el único interés de los prisioneros es minimizar su propia condena, el beneficio será siempre mayor delatando al compañero -en otras palabras, no cooperando con el socio-. Si Pedro delatara a Juan pero éste permaneciera leal, Pedro saldría libre y se terminarían sus problemas. Si Pedro delatara a Juan pero éste también delatara a Pedro, ambos padecerían cinco años de reclusión. La peor pesadilla posible para Pedro sería ser leal a Juan mientras éste lo traiciona. La traición es recompensada. La lealtad, castigada.
Para colmo, Pedro sabe que Juan seguramente está razonando de la misma manera que él. Pedro sabe que Juan sabe que Pedro está tentado de traicionarlo, porque es enorme el peligro de ser traicionado por Juan si él guarda un leal silencio. Por lo tanto, Pedro sabe que Juan será propenso a traicionarlo, porque sabe que Juan sabe que Pedro probablemente lo traicionará.
Es verdad que, si ninguno hablara, la pena para ambos sería mucho menor (apenas seis meses). Pero la tentación de la traición estará siempre activa por el temor a las graves consecuencias de ser leal y padecer la traición del otro. Por eso, el máximo beneficio colectivo será abortado casi con seguridad, y el resultado del dilema probablemente será que Pedro y Juan se traicionarán mutuamente. La ausencia de cooperación entre los socios está casi garantizada.
Algo parecido se registra en todas aquellas circunstancias en que el interés común exige sacrificios, pero las partes no pueden asegurar el cumplimiento de sus contrapartes. En el caso de la reciente 15» Cumbre de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, las analogías son importantes.
Como es sabido, la Cumbre debía negociar medidas para que las emisiones de gases de efecto invernadero se reduzcan, de modo que el calentamiento global no supere los dos grados centígrados en relación con los niveles preindustriales. Para ello, había que acordar la reducción, hacia 2020, de entre el 25 y el 40 por ciento de los niveles de emisiones vigentes en 1990. Los costos debían distribuirse entre ricos y pobres, fuertes y débiles.
La desconfianza entre las partes, principal obstáculo para la cooperación, se vislumbró cuando el fracaso de las negociaciones entre los 195 países participantes precipitó una reunión secreta entre veintiséis de los más importantes. Y esta controvertida reunión exclusiva terminó a su vez con el veto de China a la verificación independiente del cumplimiento de lo que eventualmente fuera pactado.
En última instancia, tanto en este caso como en casos análogos, el meollo de la cuestión es la verificación. Fue la negativa de Saddam Hussein a permitir la plena verificación de que no había armas de destrucción masiva en su territorio lo que condujo a la guerra de Irak de 2003. Y es la negativa iraní a permitir la verificación del carácter pacífico de sus programas nucleares lo que ha conducido a las peligrosas tensiones actuales entre Estados Unidos, Israel y el régimen de los ayatolas.
La verificación es un problema generalizado en estas cuestiones porque, como los prisioneros Pedro y Juan, algunos gobiernos se sentirán tentados a hacer trampa, temerosos de que si no violan lo pactado resignarán posiciones por lo que perciben como la casi segura trampa de los demás.
El dilema del prisionero es un simple ejercicio mental que nos ayuda a comprender por qué, en estas circunstancias, la cooperación es improbable. En el caso de la emisión de gases, llegar a un acuerdo entre las partes no es fácil porque alcanzar los objetivos requeridos por el bien común implica el sacrificio inmediato de cuantiosa riqueza, y entonces se presenta la difícil cuestión de decidir la contribución de cada una de las partes. En la ausencia de un policía universal, la propensión a la trampa será universal por temor a la trampa ajena.
Y, eventualmente, llegados a un acuerdo, ¿qué ha de hacerse con el tramposo? ¿Bombardearlo, como a Irak en 2003? Sería peor el remedio que la enfermedad. Pero entonces, ¿cómo ha de resolver la humanidad el grave problema del calentamiento global antropogénico, que amenaza su supervivencia?
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- 23 de enero, 2009
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