La mentira en la política
Nos parecería malicia pura que un adulto ofreciera un juguete a un niño para convencerlo de actuar de determinada forma, sabiendo desde el principio que no le dará ninguna recompensa. Semejante conducta es éticamente reprochable, pues recurre a la mentira y al engaño. El niño quiere el juguete y se ve influido por el respeto que le merece la persona mayor, dotada de más recursos, más información y mejor juicio que él. Nuestra opinión del adulto sería aún más baja si entreviéramos la cruda realidad que utiliza al menor para servir su interés propio, aunque el adulto proteste verbalmente que busca el mejor interés del niño. Seríamos un poco menos duros en nuestro juicio, pero no tanto, si el adulto sinceramente creyera que mediante el engaño le hace bien al niño, o si el adulto vivie ra en una especie de fantasía que le induce a creer que podrá cumplir su promesa.
La situación anterior ocurre con frecuencia en el terreno de la política real. Los votantes somos el niño y el adulto mentiroso es el político. Aquí hay asimetría en la información: el votante concede al político mayores conocimientos sobre la cosa pública. Es cierto que el votante debería poder detectar la mentira y protegerse, pero no es fácil identificar el engaño, y menos cuando queremos aquello que nos ofrecen. Muchísimas cosas que deseamos, como aumento de la riqueza y control del cambio climático, rebasan las capacidades de cualquier aparato público. El político, a su vez, siente presión de mejorar sobre las ofertas de sus competidores, pues de lo contrario no llegará al poder. Políticos y votantes actuamos sin reflexionar sobre el realismo de los proyectos: carecemos de incentivos para examinar los costos y depositar dichos costos a los pies de quien corresponde. En la política, todos podemos ser soñadores irresponsables.
Muchas veces el político podrá disfrazar el engaño, culpando de la falla a su antecesor en el cargo, a la política exterior del país enemigo o al calentamiento global. Pero cuando el votante vislumbra el hecho que ha sido engañado, siente la misma indignación que el niño que no recibe el juguete prometido. Puede perder la fe en el político que le engañó, esperando votar por una mejor persona la próxima vez, o puede tirar la toalla respecto del juego político, aunque no se pueda desvincular de él. Es decir, persistimos en el romanticismo o caemos en la apatía.
Es difícil imaginar un mundo político distinto, por mucho que capacitemos a los políticos en prácticas éticas, pues los incentivos están puestos para perpetuar, no erradicar, la mentira. Alrededor del mundo existe un fuerte impulso por transparentar los procesos gubernamentales y aumentar la responDabilidad (accountability) de quienes participan en la política. Debemos conocer los costos asociados con un proyecto político, para cotejarlos contra los beneficios cosechados por grupos beneficiarios (incluidos los beneficios que recaen en los burócratas). Debemos poder cortar proyectos que sirven intereses políticos pero cuyos costos para la sociedad son demasiado altos.
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