¿Son nuestros ancestros?
Nunca he tenido tantas dudas ni me he planteado tantas preguntas a la vez. Si al que le presté, hace mucho tiempo, mi ejemplar de “Adán Buenosayres” de Leopoldo Marechal, me lo devolviera, lo volvería a leer pues me siento identificado con su personaje principal el “filósofo villacrepense” (de Villa Crespo) que una noche sale con sus amigos para buscar dónde se encuentra el auténtico espíritu de la ciudad de Buenos Aires.
Esto tiene que ver con la frecuencia y facilidad con que mencionamos a nuestros ancestros guaraníes. Solemos acompañar la palabra con adjetivos que se han vuelto obligatorios: “la aguerrida raza guaraní”, “el valeroso pueblo guaraní”, “el indomable pueblo guaraní”, “el sacrificado pueblo guaraní”, etcétera, etcétera. Según las ocasiones y de acuerdo a como mejor nos venga, somos descendientes de europeos o bien de los indígenas que poblaban estas regiones al arribo de los conquistadores españoles. Tenía un amigo, en la época de colegio, que debió terminar el bachillerato en un colegio de Buenos Aires. Y encontró que una manera fácil de agredir a sus condiscípulos porteños era afirmando que descendía de un famoso cacique guaraní, que ganó renombre por su valor en la guerra, por su crueldad con el enemigo.
Lo precedente no es palabrerío inútil, sin sentido. Quiero, por el contrario, relacionarlo con un suceso que sigue llamando la atención. Recapitulemos: el EPP (Ejército del Pueblo Paraguayo ), que no es ni ejército, ni paraguayo, ni del pueblo, sino una banda de criminales, secuestró al ganadero Fidel Zavala que lleva ya más de noventa días cautivo. Quienes lo tienen en su poder exigieron a su familia que entregaran treinta vacas, debidamente faenadas, a tres comunidades diferentes, pobres, en nombre del EPP. Dos de ellas, aceptaron el regalo, fruto de la extorsión. Pero los indígenas mbya-guarani de la comunidad Vy’a Renda, de la localidad de Hugua Ñandu (departamento de Concepción), resolvieron rechazar el ofrecimiento al conocer el origen del regalo.
El gesto de honestidad fue recogido por la prensa y al día siguiente varios periodistas fueron hasta el lugar y les enseñaron las tapas de los periódicos donde ellos aparecían y las expresiones de admiración de diferentes grupos. Su cacique, Isidro Fernández, mostró su extrañeza ante esta reacción y dijo que no conocía los motivos por los cuales eran felicitados: “Solo hicimos lo que mandan nuestras costumbres. No podemos beneficiarnos a costa del sufrimiento de una familia que llora por su ser querido, porque nosotros también tenemos hijos”.
¿Son estos nuestros ancestros? Porque si con tanta facilidad e insistencia aseguramos haber heredado aquellas cualidades guerreras, aquella valentía, el estoicismo y todo lo demás encerrado en un largo etcétera, me gustaría saber: ¿qué pasó con la honestidad? ¿Se tratará de una cualidad que no es hereditaria? ¿Será un valor que no se transmite de padres a hijos al igual que todos los otros? ¿Se avergonzará alguien de estar robando a manos llenas, mientras sus “ancestros” que menciona en cada uno de sus discursos le dan este ejemplo de solidaridad, de honestidad, de entereza?
El cacique Fernández y su gente se negaron a aceptar un alimento del que carecen, porque es fruto del dolor ajeno. Mientras tanto viven lo que pomposamente se llama en las estadísticas: “por debajo del nivel de pobreza”. A quienes viven robando donde pueden, no les importa si con eso causan un daño o no. Para ellos el robo, ocultado bajo una terminología con la que pretenden justificar su latrocinio, es indoloro, incoloro, inodoro e insípido. Así pretenden mostrarse a los demás transparentes como el agua. Además se ofenden si alguien pone en duda su honestidad.
El “filósofo villacrepense” de Leopoldo Marechal tendría que haberse planteado esta situación entre las innumerables preguntas que se hace al buscar el espíritu imposible de encontrar, que defina cuál es el verdadero espíritu de la ciudad en que vive. No me queda duda de que ese espíritu que sobrevive en los mbya-guarani no ha logrado permear en las diferentes capas de nuestra sociedad. Les llamamos “nuestros ancestros”, pero no nos interesa cumplir esas costumbres de no beneficiarnos con el dolor ajeno. Propongo que cada vez que un ladrón de los bienes públicos exprese en voz alta (o baja, lo mismo da) sus orígenes indígenas, sea sometido, obligatoriamente, a una prueba de ADN.
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