Obama un año después: Lección de humildad
La Vanguardia, Barcelona
Reconozco que lo que más me molestó de Barack Obama, desde que irrumpió en la esfera política internacional, fue su arrogancia. Revestido de salvador de la patria, adquirió un tono mesiánico que ninguneaba a todos los presidentes anteriores, y que se presentaba como el único que podía cambiar el mundo. La cuestión era que, mientras lanzaba su we can por los rincones del planeta, no decía ni el "cómo podíamos", ni el "qué podíamos", hasta el punto de que todo cabía en su cajón de sastre. Grandes titulares sin letra pequeña. Y así, si unos odiaban a EE. UU. por las guerras de Bush, el we can se convertía en un "ya no habrá más guerras contra el terrorismo".
Si otros se preocupaban por el despliegue nuclear iraní, nada, él hablaría con esos chicos malos y los haría entrar en razón. Si otros se lamentaban de la mala imagen de Bush, él podía retornar el amor perdido. Si había crisis, él la resolvía, y así todas las recetas mágicas, que servían tanto para el desaguisado de los demócratas desencantados como para los republicanos desanimados. Obama no era un líder presidencial, era un predicador de la fe política, y pronto sus seguidores, más que ciudadanos críticos entusiasmados, parecían miembros de una nueva religión.
Josep Cuní, que intuyó el éxito de Obama antes que nadie, me recriminaba siempre que despreciara la ilusión que Obama había insuflado a una desangelada población, harto cansada de las estridencias de la era Bush. Y tenía razón. Quizás lo más importante de Obama era eso, que reilusionaba a la gente. Pero esa virtud también podía representar su principal peligro, porque las ilusiones no pueden basarse en banalidades, so pena de convertirse en la principal fuente de desánimo.
Y Obama era demasiado banal en los temas más complejos. Es cierto que en los tiempos de internet, el lenguaje directo, populista, desacomplejado y, sobre todo, simple, triunfaba con la misma celeridad con la que triunfa Susan Boyle presentándose a un concurso musical. Nuevo, auténtico, distinto y, encima, arrogante. Lo tenía todo para ganar.¿Lo tenía todo para gobernar? Un año después, parece que no tanto. La Casa Blanca no era sólo un paseo de su mujer por Barrio Sésamo,o 24 horas de CNN hablando de su nuevo perrito, con las niñas.
Gobernar era descubrir que existían los malos, y Guantánamo no podía cerrarse tan fácilmente, que la economía era cosa compleja, que la política internacional se escribía con renglones torcidos y que, en definitiva, más que la lírica de un líder mesiánico, hacía falta la épica de un político pragmático. ¿Como Bush? Por supuesto que no. Bush, más que épica, fue tragedia. Pero tampoco como un Obama arrogante y simple. Esa es, probablemente, la lección de humildad que ha aprendido con su caída de popularidad: que los salvadores de la patria no hacen buena política. Sólo venden buena retórica.
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