Inmigración y «derechos sociales»
Expectantes ante la llegada del acontecimiento histórico planetario que recordará a la humanidad entera la insignificancia de los políticos que comparten el "Desayuno de la Oración", las legiones mediáticas del caudillito posmoderno nacido a orillas del Pisuerga presenciaron una de sus representaciones más histriónicas.
En la rueda de prensa que ofreció después de su comparecencia ante el pleno del Parlamento Europeo en Estrasburgo, Rodríguez Zapatero, que ocupa asimismo la presidencia rotatoria del Consejo de la Unión Europea, se despachaba con singular afectación contra la momentánea negativa del consistorio de Vic de empadronar inmigrantes irregulares: "el Gobierno de España no consentirá que, por el truco de un Ayuntamiento, los hijos de un inmigrante, sea cual sea su situación, se queden sin sanidad o escuela".
Aunque parezca increíble, ese sofisma se lanzó por el máximo responsable de hacer cumplir la ley que impone a los extranjeros que quieran residir en España (excepto a los ciudadanos del Espacio Económico Europeo) el deber de obtener un permiso de trabajo en sus países de origen o contar con recursos suficientes para mantenerse sin ayudas del Estado. Es cierto, no obstante, por limitarnos a los dos servicios aludidos, que una de las primeras reformas de esa Ley de derechos de los extranjeros aprobada en el año 2000 introdujo el sinsentido de otorgar a esos residentes irregulares el "derecho" a la asistencia sanitaria (no sólo de urgencia) y a la educación, por el mero hecho de empadronarse en el ayuntamiento del lugar donde vivieran. A este respecto, la regulación del empadronamiento se ha desbordado por las previsiones que lo convierten en un requisito para que los extranjeros con residencia irregular consigan prestaciones sociales.
Si fuera congruente, no obstante, el presidente del Gobierno debería promover cambios legislativos que suprimieran el deber de la policía de detener a los mismos inmigrantes que carecen de esos permisos y encerrarlos en centros de internamiento mientras se decide su expulsión. Pero no es el caso. Incluso para los elásticos parámetros europeos, la hipocresía de la regulación española resulta excesiva. Ningún gobernante europeo se atreve a insinuar que los inmigrantes irregulares deban recibir las mismas prestaciones públicas que los regulares. Entre otras razones porque, aunque cunda la tendencia de denominar como derechos a determinados servicios cuya prestación se han reservado muchos Estados, subyace la idea en todos los sistemas de bienestar que los usuarios acceden a esos servicios "gratuitamente" porque contribuyen a su financiación vía impuestos o cotizaciones a sistemas de seguridad social obligatoria, según criterios previamente establecidos. Desde esa perspectiva, la nacionalidad del contribuyente/usuario resulta absolutamente irrelevante para dejar paso al concepto de residente legal en un determinado país.
Aun discrepando de la virtualidad de esos sistemas, la recesión económica va a triturar la recaudación fiscal que permitió dar cobertura al llamado "gasto social" sin que las administraciones públicas incurrieran en abultados déficit. De esta manera, realidades largamente ocultadas por la insensatez de la casta política española van a precipitarse con singular crudeza. Los estrechos límites para la financiación de los impropiamente llamados "derechos sociales", como la sanidad y la educación, traerán consecuencias en el futuro inmediato. La degradación de esos servicios públicos cada vez más demandados se hará más perceptible. Dicho de otra manera, en una época de vacas flacas las tensiones comunes a todo plan redistributivo se van a agudizar tremendamente.
Quienes atizan las reclamaciones de "derechos" asistenciales saben que, tarde o temprano, tendrán que poner coto al universo de los beneficiarios que no contribuyen en nada, si quieren mantener la viabilidad financiera del sistema. En su huída hacia delante, los socialistas y los defensores del status quo, intentarán soslayar los vicios inherentes al sistema para asentar su poder sobre el temor a la adversidad. Sin embargo, debe abrirse la discusión sobre la conveniencia y viabilidad de los esquemas del Estado del bienestar por si mismos considerados, con independencia de que los usen los españoles o los extranjeros.
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