Jano entre nosotros
El País, Montevideo
Jano era, en Roma, el dios de las puertas. Las puertas pueden abrirse o cerrarse. Jano era el símbolo de la ambivalencia. De ahí que los romanos lo representaran como una figura de dos caras, cada una de las cuales miraba en dirección contraria.
Los latinoamericanos podríamos representar nuestro continente, al día de hoy, con esta imagen dual del dios Jano. Una de sus caras mira al Este, hacia el nacimiento de un nuevo día. La otra mira al Oeste, hacia el crepúsculo de un viejo día. Lo que despunta entre nosotros es la república democrática. Lo que se apaga es la sombría tradición del caudillismo mesiánico.
Al mediodía, cuando la república democrática brille a plena luz, América Latina se habrá instalado en la colina del desarrollo político junto al Norte de América y el Oeste de Europa, que la esperan. Países como Chile, Uruguay y Brasil podrán abandonar recién entonces el esforzado papel de precursores republicanos que todavía cumplen hoy, porque se les habrá ido sumando, gozosamente, el resto de la región. Al final de este camino todos los latinoamericanos podremos degustar el fruto social de las democracias avanzadas, que no es otro que la superación de la pobreza.
Latinoamérica se asemeja a un río al que agitan dos corrientes contrapuestas. Pero, en tanto que la corriente que mira al Este, hacia el mar del desarrollo, es cada vez más poderosa, la corriente que aún mira al Oeste, hacia una selva inhóspita poblada por monstruos antidiluvianos, se vuelve progresivamente más improbable. Aparte de Chile, Uruguay y Brasil, otras naciones como Perú, México, Panamá y Colombia están encolumnándose en la buena dirección. Atrapadas aún en la red del populismo autoritario, quedan naciones como Bolivia, Ecuador y Nicaragua, en tanto el bloque de los caudillismos mesiánicos empieza a sufrir lo que se anuncia como el catastrófico desgaste de sus dos principales referentes, Venezuela y la Argentina. El último escenario adonde había llegado el caudillismo populista en su estéril nostalgia, la sufrida república de Honduras, empieza a mutar en busca del sol. Honduras es el gozne del destino latinoamericano porque hasta ella llegó, ya sin pasar, la postrer aventura del reeleccionismo autoritario.
Es imposible no advertir, a esta altura de los acontecimientos, la zanja moral que separa a las dos grandes corrientes del río latinoamericano. De otro lado, el oleaje persistente de las democracias va haciendo retroceder el antiguo mal de la pobreza. Esto se advierte claramente en la promesa que viene de hacer el nuevo presidente de Chile, Sebastián Piñera, de acabar con la ya declinante pobreza en Chile durante sus próximos cuatro años de mandato, una promesa que surge hoy, por primera vez en la historia de nuestra región, como realista y probable. El mesianismo autoritario de los pocos países caudillistas que van quedando lleva por su parte la marca de la antigua explotación de los pobres pero, eso sí, bajo un nuevo pretexto: el de liberarlos. El populismo ama tanto a los pobres que los multiplica.
Si a las dos corrientes latinoamericanas las separa esta zanja moral, también podría afirmarse que, en tanto la corriente republicana y democrática se ha puesto a marchar de acuerdo con los tiempos, la corriente autoritaria pierde cada día más fuerza porque está atada a un engaño finalmente insostenible. La distinción entre las dos Latinoaméricas que estamos subrayando no responde por ello sólo a un esfuerzo de la imaginación, a una ingenua expresión de deseos, sino al contraste entre dos actitudes opuestas frente al cambio.
Decía el marqués de Mirabeau que el problema central de la acción política consiste en evitar "la subitaneidad del tránsito", esto es, en canalizar la energía desordenada de las pasiones a través de una constante progresión de etapas que ya no obedezca a líderes aparentemente iluminados sino a instituciones progresistas y estables.
Europa lo logró a partir de la llamada "Gloriosa Revolución" inglesa de 1688, que instaló la monarquía parlamentaria, en un movimiento que sólo desde 1945, con el fin de la Segunda Guerra Mundial, y desde 1989, con el agotamiento del comunismo, completó su larga travesía. Estados Unidos empezó a concretarla, por su parte, de la Revolución de la Independencia de 1776 en adelante. Recién ahora nuestro propio continente se está agregando a esta vasta convergencia de alcance universal. Y no estamos sólo ante una coincidencia casual de ideas y de acontecimientos. Estamos nada menos que ante el rumbo de la historia.
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