Violencia y lenguaje
Desde los tiempos del presidente Alfonsín -para aludir al pasado relativamente reciente- la Argentina extraña una cabal estrategia de transición. Métodos de cambio deliberados y acordados, como en un tramo de siglo pasado exhibió la España del Pacto de la Moncloa, citado pero con frecuente desconocimiento de su elaboración y significado simbólico, que compartieron de izquierda a derecha dirigentes inspirados por el estratega principal, Adolfo Suárez, en sintonía con el principal político de la oposición al franquismo, Felipe González.
Conviene apuntar que los cimientos del Pacto (cuyo texto es árido pero fundamental en cuanto a políticas de Estado) evocan una sensible lectura de la historia, de la sociedad, de las instituciones y de la ética pública. Transición desde una férrea y prolongada dictadura, precedida por una crudelísima guerra civil. Cambio deliberado hacia una monarquía constitucional y un sistema de partidos, que dejará atrás al partido único o al hegemónico -ambos propios de la zona totalitaria o autoritaria de la política- para dar lugar a la siempre difícil pero civilizada competencia democrática, si en verdad se quería consolidar una legitimidad nueva.
El argentino -joven o veterano- no ha tenido la oportunidad de vivir la fragua de una legitimidad democrática y republicana, sino entremeses de legalidades precarias o autoritarismos que no se reconocen tales. Las realidades que hemos vivido, y probablemente estamos viviendo, evocan, pues, lo que los franceses suelen llamar déjà- vu? (nada nuevo).
No es el caso de las experiencias contemporáneas de Chile, Brasil, Uruguay -en la geografía latinoamericana- que por fin constituyen focos de atención en zonas de la opinión popular y no sólo de la opinión pública en la Argentina, abonada por datos comparativos relevantes en la dimensión económica, en la educativa y zonas vecinas, que revelan el proceso de degradación cultural -en la específica cultura política- de un país que, como el nuestro, supo competir con países relevantes y poderosos, como los Estados Unidos de principios del siglo pasado. (En esa dirección van las colaboraciones recientes de Roberto Cortés Conde aquí mismo, relativas a la Argentina del Centenario, y de Alberto García Lema, a los intentos reformadores).
Con frecuencia, el dirigente que llega a las cumbres del poder lo hace con las lecturas que trae. Y no suele tener tiempo para incorporar nuevas o hacer una revisión crítica de su bagaje cultural que hasta ese momento no fue puesto a prueba. El ciudadano tiene derecho a demandarle esa revisión. Es cuando menos preocupante que dirigentes que están en posiciones que llaman a la ejemplaridad afirmen evaluaciones como las que se han reiterado ("Venimos de doscientos años de fracasos?", por ejemplo, o expresiones similares que sugieren una lectura de la historia cuando menos ideologizada, y cuando más necesitada de un repaso apropiado a la calidad que se espera desde las tribunas del poder o desde una mesa académica razonablemente exigente).
No es preciso declararse peronista, no peronista o antiperonista para comprobar que el peronismo se manifiesta, desde hace tiempo, como una profesión de poder. Y es cuando menos debatible si el peronismo se enrola en una forma de progresismo o pertenece a la pertinaz tradición de un conservadurismo popular que la literatura política sostiene con pruebas históricas de difícil refutación?
Algunos intelectuales extranjeros, insospechables en cuanto a su libertad de opinión e interesantes en cuanto a su capacidad de aplicar el método comparativo, han encontrado cierta analogía con lo que pasó al comunismo en los tiempos de la URSS: nadie sabía, a ciencia cierta, qué era ser comunista, comprobación sabia de la excelente sovietóloga Hélene Carrère d´Encausse, anticipando en más de un lustro la caída del Muro…
La larga agonía del peronismo no anuncia necesariamente su fin, pero sí la lucha por sobrevivir? al riesgo de su implosión.
Esos temas fundamentales deben ser atendidos como parte del debate en torno de la reconstrucción institucional en clave democrática y republicana. Se resumen en la cuestión de la responsabilidad política y ética de la autoridad pública.
Para que haya debate razonable deben darse al menos tres condiciones: primera, la cuestión principal debe estar en el centro del escenario e impedir que la opaquen; segunda, la autoridad debe dar cuenta de sus actos ( accountability ), y tercera, la responsabilidad es personal y mensurable, no masiva y difusa, porque volver al "que se vayan todos" difumina la frontera entre el cargo y el ocupante y facilita las tácticas de elusión de los "vivillos" y corruptos.
En esa clave, una cuestión sustantiva es no sólo si los representantes máximos del Estado persiguen a cualquier costo aumento de poder, sino si ese poder rudimentario evoca autoridad.
El filósofo político diría que uno de los problemas mayores es que entre nosotros no hay "auctor", en cuanto éste es instigador de acciones libres, factor de certidumbre y confianza y de amistad social?
Siglos atrás, sostenía Aristóteles en su E tica: "Quien rehúsa reconocer lo que es manifiesto miente o manipula la ley, y desprecia a quienes se dirige, porque sólo delante de aquellos a quienes despreciamos no expresamos vergüenza por una conducta vergonzosa?"
De no tenerse en cuenta, sobre todo por el dirigente que ocupa ese rol, termina por difundirse la violencia. En la acción, pero antes en el lenguaje. Como escuchamos exponer a Paul Ricoeur, hay tres esferas diferentes de nuestro hablar: hablar político, hablar poético, hablar filosófico.
Cuando se piensa en la política, y en su lenguaje, se suele tener presente de inmediato la tiranía y la revolución. Esos extremos contienen aspectos esenciales.
Con la tiranía, es evidente que la violencia habla. Los filósofos se han opuesto a la tiranía, extremo del poder, cautelosos para proteger la filosofía como discurso sensato.
La filosofía está vigilante porque cuida de su territorio, el lenguaje. Sabe por reflexión sobre la experiencia, que la tiranía y el autoritarismo no han sido ni son sólo el ejercicio bruto y mudo de la fuerza. Proceden por seducción, por persuasión, por adulación. El tirano apela a los servicios del sofista antes que al verdugo. Hitler pasaba por Goebbels. El sofista creaba palabras y frases que movilizaban el odio, que cimentaban la sociedad del crimen y que convocaban al sacrificio y a la muerte.
El sofista, en fin, daba voz a la violencia. Daba también material oral a un individuo colérico, que alguna vez entraría en el lenguaje del miedo, de la "dignidad ofendida", de la fanfarronada, de la soberbia mediocre del guarango. De ahí la importancia de la cuestión: ¿En qué nivel está nuestra cultura política? ¿A qué sirve?
Esto, en fin, no es ajeno a los intelectuales. Abundan quienes forman la cohorte de los intelectuales orgánicos, expresión de Gramsci aplicada a los justificadores incondicionales del poder, contribuyendo a la psicología del autoengaño, que atrapa a los entornos y contribuye a muchos disparates de los titulares de la sedicente autoridad?
Mientras que el intelectual que contribuye a que aquella sea cabal, debe hacerlo como actor y testigo de la pasión por comprender. © LA NACION
El autor es profesor emérito de la Universidad de San Andrés y consultor en la Facultad de Derecho de la UBA.
- 28 de marzo, 2016
- 23 de julio, 2015
- 5 de noviembre, 2015
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