La amistad y los libros
El Heraldo, Tegucigalpa
Me pasó hace algunos años con Javier Cercas y ahora me acaba de pasar de nuevo con Héctor Abad Faciolince. Cuando leí la extraordinaria novela de aquél, “Soldados de Salamina”, no solo me quedó en el cuerpo –bueno, en el espíritu– ese sentimiento de felicidad y gratitud que nos depara siempre la lectura de un hermoso libro, sino, además, una necesidad urgente de conocerlo, estrecharle la mano y agradecérselo en persona. Gracias a Juan Cruz, uno de cuyos méritos es estar inevitablemente donde se lo necesita, no mucho después, en una extraña noche en que Madrid parecía haber quedado desierta y como esperando la aniquilación nuclear, conocí a Cercas, en un restaurante lleno de fantasmas. De inmediato descubrí que la persona era tan magnífica como el escritor y que siempre seríamos amigos.
Me ocurre muy rara vez sentir esa urgencia por conocer personalmente a los autores de los libros que me conmueven o maravillan. Me he llevado ya algunas tremendas decepciones al respecto y, de manera general, pienso que es preferible quedarse con la imagen ideal que uno se hace de los escritores que admira, antes que arriesgarse a cotejarla con la real. Salvo que uno tenga la aplastante sospecha de que vale la pena intentarlo.
Después de leer hace algún tiempo “El olvido que seremos”, la más apasionante experiencia de lector de mis últimos años, deseé ardientemente que los dioses o el azar me concedieran el privilegio de conocer a Héctor Abad Faciolince para poder decirle de viva voz lo mucho que le debía.
Es muy difícil tratar de sintetizar qué es “El olvido que seremos” sin traicionarlo, porque, como todas las obras maestras, es muchas cosas a la vez. Decir que se trata de una memoria desgarrada sobre la familia y el padre del autor –que fue asesinado por un sicario– es cierto, pero mezquino e infinitesimal, porque el libro es, también, una sobrecogedora inmersión en el infierno de la violencia política colombiana, en la vida y el alma de la ciudad de Medellín, en los ritos, pequeñeces, intimidades y grandezas de una familia, un testimonio delicado y sutil del amor filial, una historia verdadera que es asimismo una soberbia ficción por la manera como está escrita y construida, y uno de los más elocuentes alegatos que se hayan escrito en nuestro tiempo y en todos los tiempos contra el terror como instrumento de la acción política.
El libro es desgarrador pero no truculento, porque está escrito con una prosa que nunca se excede en la efusión del sentimiento, precisa, clara, inteligente, culta, que manipula con destreza sin fallas el ánimo del lector, ocultándole ciertos datos, distrayéndolo, a fin de excitar su curiosidad y expectativa, obligándolo de este modo a participar en la tarea creativa, mano a mano con el autor. Los cráteres del libro son dos muertes –la de la hermana y la del padre–, una por enfermedad y otra por obra del salvajismo político, y en la descripción de ambas hay más silencios que elocuciones, un pudor elegante que curiosamente multiplica la tristeza y el espanto con que vive ambas tragedias el encandilado lector.
Contra lo que podría parecer por lo que llevo dicho “El olvido que seremos” no es un libro que desmoralice a pesar de la presencia devastadora que tienen en sus páginas el sufrimiento, la nostalgia y la muerte. Por el contrario, como ocurre siempre con las obras de arte logradas, es un libro cuya belleza formal, la calidad de la expresión, la lucidez de las reflexiones, la gracia y finura con que está retratada esa familia tan entrañable y cálida que uno quisiera fuera la suya propia, hacen de él un libro que levanta el ánimo, muestra que aún de las más viles y crueles experiencias, la sensibilidad y la imaginación de un creador generoso e inspirado pueden valerse para defender la vida y mostrar que hay en ella, pese a todo, además de dolor y frustración, también goce, amor, ideales, sentimientos elevados, ternura, piedad, fraternidad y carcajadas.
Los dioses o el azar fueron benevolentes conmigo y organizaron las cosas de manera que en el reciente festival literario del Hay, de Cartagena, y, por supuesto, gracias a la intermediación del ubicuo Juan Cruz, conociera en persona a Héctor Abad Faciolince. Naturalmente, la persona estaba a la altura de lo que escribía. Era culto, simpático, generoso y conversar con él resultó casi tan entretenido y enriquecedor como leerlo. A los diez minutos de estar charlando con él en el Club de Pesca de Cartagena, bajo una luna llena de carta postal, algunas siluetas de roedores merodeando por el embarcadero y frente a un suculento arroz con coco, supe que sería un buen amigo y compañero para siempre, y que hasta el fin de nuestros días tendríamos en la agenda el tema de Onetti, que a mí me gusta mucho y a él lo aburre. Espero tener tiempo y luces suficientes para persuadirlo de que relea textos como “El infierno tan temido” o “La vida breve” y descubra lo cerca que está el mundo de Onetti del suyo, por la autenticidad moral, la maestría técnica que ambos delatan y la impecable radiografía de América Latina que, sin proponérselo, han trazado ambos en sus ficciones.
En las tres horas y media que demora el vuelo de Cartagena a Lima leí el último libro de Héctor Abad Faciolince: “Traiciones de la memoria”. Son tres historias autobiográficas, acompañadas de fotografías de lugares, objetos y personas que ilustran y completan el relato. La primera, “Un poema en el bolsillo”, es de lejos la mejor y la más larga, y, en cierta forma, un complemento indispensable a “El olvido que seremos”. En el bolsillo del padre asesinado en Medellín, el joven Abad Faciolince encontró un poema manuscrito que comienza con el verso: “Ya somos el olvido que seremos”. De entrada, le pareció de Borges. Confirmar la exacta identidad de su autor le costó una aventura de varios años, hecha de viajes, encuentros, rastreos bibliográficos, entrevistas, andar y desandar por pistas falsas, peripecia verdaderamente borgeana de erudición y juego, una pesquisa que se diría no vivida sino fantaseada por un escribidor “podrido de literatura”, de buen humor, picardía y abundantes alardes de imaginación.
Esta averiguación parece al principio un empeño personal y privado, una manera más para el hijo destrozado por la muerte terrible del padre, de conservar viva y muy próxima su memoria, de testimoniarle su amor. Pero, poco a poco, a medida que la investigación va cotejando opiniones de profesores, críticos, escritores, amigos, y el narrador se encuentra vacilante y aturdido entre las versiones contradictorias, aquella búsqueda saca a la luz temas más permanentes: la identidad de la obra literaria, sobre todo, y la relación que existe, a la hora de juzgar la calidad artística de un texto, entre ésta y el nombre y el prestigio del autor. Respetables académicos y especialistas demuestran desdeñosos que el poema no es más que una burda imitación y, de pronto, una circunstancia inesperada, un súbito intruso, pone patas arriba todas las certezas que se creían alcanzadas, hasta que las pruebas llegan a ser rotundas e inequívocas: el poema es de Borges, en efecto. Pero su valencia literaria ha ido modificándose, elevándose o cayendo en originalidad e importancia, a medida que en la cacería aumentara o disminuyera la posibilidad de que Borges fuera su autor. El texto se lee con fascinación, sobre todo cuando se tiene la sensación de que, aunque todo lo que se cuenta sea cierto, aquello es, o más bien se ha vuelto, gracias a la magia con que está contado, una bella ficción.
Esta historia y las dos otras –la del joven escribidor medio muerto de hambre y tratando de sobrevivir en Turín y el ensayo sobre los “ex futuros” tuvieron la virtud de hacerme olvidar durante tres horas y media que estaba a diez mil metros de altura y volando a ochocientos kilómetros por hora, sobre los Andes y la Amazonia, sensación que siempre me llena de pavor y claustrofobia. Está visto que me pasaré el resto de la vida contrayendo deudas con este escribidor colombiano.
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