2010: un mundo inestable
El mundo actual es un caleidoscopio diverso y complejo. ¿De qué manera se encadenan las problemáticas de Afganistán, Paquistán, Irak, Irán e Israel? ¿Qué papel desempeñan Estados Unidos y Rusia en estas cuestiones, las más riesgosas del orbe? En el drama geopolítico que se desarrolla al comenzar la primera década del siglo XXI, los principales actores tienen pocas opciones. El protagonista de mayor peso sigue siendo Estados Unidos. Su economía equivale a una cuarta parte de lo producido por el mundo entero y su presupuesto de defensa se aproxima a la suma del gasto militar del resto del mundo.
Por ello, la defensa del statu quo internacional recae principalmente en la superpotencia. Esta se encuentra vitalmente comprometida con las conflictivas problemáticas del Medio Oriente, sur de Asia y ex Unión Soviética, que se entrelazan de manera endemoniada.
La peligrosidad de esta amplia región surge principalmente de tres variables independientes. La principal es el extremismo islamista, tanto sunita como chiíta. Washington está consciente de la amenaza para su seguridad que representa, y desde el 11 de septiembre de 2001 su lucha contra este flagelo es el principal objetivo de su agenda internacional. Como consecuencia, en 2010 Afganistán, Paquistán y el régimen iraní ocupan un lugar central en sus desvelos. Un segundo factor que aumenta la peligrosidad de los conflictos interconectados de esa parte del mundo es la percepción norteamericana de que Rusia es, potencialmente, una superpotencia sin par, y que uno de los intereses supremos de Estados Unidos es impedir que eso se materialice. Por cierto, basta una mirada al mapamundi para deducir que la primacía es el lugar natural de Rusia en la distribución del poder mundial, y que sólo circunstancias adversas le han impedido ocupar esa posición.
A partir del colapso soviético, la Casa Blanca se propuso impedir que Rusia recuperara su estatus de superpotencia, incorporando numerosos países del antiguo Pacto de Varsovia y de la mismísima ex Unión Soviética a la OTAN. Así, se perdió la oportunidad de generar una cooperación auténtica entre Estados Unidos y Rusia, y se afirmó, en cambio, una mentalidad similar a la de la Guerra Fría, aunque, por ahora, menos antagónica.
Pero a partir de los ataques en territorio estadounidense de septiembre de 2001, las tropas terrestres norteamericanas quedaron atadas, en medida creciente, a los frentes de batalla asociados al extremismo islámico. Involucrada simultáneamente en Afganistán e Irak, Washington perdió su capacidad de intervenir en otros escenarios con efectivos terrestres, a la vez que Moscú recuperó una libertad de maniobra que había perdido en el ámbito territorial de la ex Unión Soviética. Esto se manifestó claramente en la facilidad con que Rusia intervino militarmente en Georgia en 2008. Un subproducto es la táctica moscovita de jugar pendularmente frente a Irán, que obliga a Estados Unidos a concentrarse allí y a reducir su capacidad de maniobra en la ex Unión Soviética.
En este plano, las molestias más peligrosas que Moscú es capaz de engendrar son colaborar con los planes nucleares persas y dotar a Teherán de una capacidad de defensa aérea que la inmunice contra un posible ataque israelí. Para colmo, China también complica las cosas, en tanto los jugosos contratos de provisión de energía que ha firmado con Irán no la hacen propensa a aceptar sanciones internacionales encaminadas a disuadir a los ayatollahs de sus aspiraciones nucleares.
Por cierto, la única sanción económica que seguramente obligaría a Teherán a dar marcha atrás en su sospechosa política nuclear sería cortarle el suministro de nafta. Irán, gran productor de petróleo, depende de la nafta importada debido a su insólita falta de capacidad de refinamiento. Pero basta con que un solo país importante rompa el embargo para neutralizar la sanción.
A su vez, el peligro engendrado en el escenario iraní se entrelaza con la tercera variable independiente que envenena el tablero geopolítico de esta megarregión: la extrema vulnerabilidad israelí frente a la proliferación nuclear en Medio Oriente. Debido a su diminuto tamaño, el Estado judío sería el perdedor automático de una guerra nuclear. Una sola detonación mediana en Tel Aviv alcanzaría para partir su espina dorsal, mientras que sus enemigos podrían sobrevivir a varias bombas.
Eso significa que, producida dicha proliferación, Israel perdería toda soberanía, para convertirse en absolutamente dependiente de la protección de Estados Unidos. Para evitar ese desenlace, si la bomba atómica iraní asomara como inevitable, Israel probablemente atacaría de manera preventiva a los persas. A su vez, esto podría encender represalias por doquier de parte del extremismo islámico, lo que dañaría las perspectivas norteamericanas de alcanzar sus objetivos en Afganistán y Paquistán, vinculados con su propia seguridad.
Por este y otros motivos, Estados Unidos debe impedir que Irán obtenga su bomba. Pero es difícil imaginar cómo puede hacerlo pacíficamente sin arreglar con Rusia y China. Lo primero, que es lo más difícil, supone ceder ante las pretensiones del Kremlin de afirmarse como potencia dominante en los territorios que conformaron el colapsado imperio soviético. Así, la vulnerabilidad israelí frente a las ambiciones persas complica el objetivo norteamericano de evitar que Rusia recupere su estatus de superpotencia, a la vez que el contraataque geopolítico de Moscú y la codicia de Pekín hacen aún más peligroso al régimen de los ayatollahs.
Desde este punto de vista, el presente año despuntó con síntomas inquietantes. El 19 de enero, Teherán rechazó la propuesta del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) de enviar a Rusia y Francia su uranio bajamente enriquecido, para transformarlo allí en el mineral altamente enriquecido que los persas dicen necesitar para generar energía e isótopos medicinales. Más aún, el régimen teocrático escaló su apuesta anunciando la construcción de diez plantas adicionales de enriquecimiento de uranio, y advirtiendo que éstas no se someterán a las inspecciones de la OIEA.
Poco después, las perspectivas para la paz empeoraron al revelarse que Estados Unidos está acelerando el emplazamiento de defensas contra posibles ataques iraníes en el golfo Pérsico. Tal como informó LA NACION el 1º de febrero, Washington está posicionando buques especiales cerca de la costa de ese país, e instalando sistemas antimisilísticos en por lo menos cuatro Estados árabes. El objetivo sería defender el estrecho de Ormuz, indispensable para la salida de petróleo del golfo, lo que es crucial para la economía mundial.
Pero casi tan significativo como el emplazamiento de estas defensas por parte de Estados Unidos (algo que viene haciendo desde hace meses) es que lo proclame frente al mundo, hecho producido sólo el 31 de enero. Como el único escenario en que Irán intentaría cerrar el estrecho de Ormuz sería con un ataque militar preventivo contra sus instalaciones nucleares, el anuncio norteamericano conlleva dos mensajes. El primero, dirigido a Teherán, advierte que si ésta no retrocede en la cuestión nuclear, va a ser atacada. Y el segundo intenta tranquilizar a Jerusalén para evitar un ataque preventivo por cuenta propia.
El margen de maniobra de los protagonistas del drama se agota rápidamente. La iniciativa parece estar ahora en manos iraníes. Si Teherán diera un paso atrás, todo regresaría al equilibrio inestable de 2009. Y si Estados Unidos lanzara un ataque, sus consecuencias sobre la opinión pública de países islámicos serían imprevisibles.
Por ejemplo, ¿qué efectos tendría este desenlace sobre la estabilidad del débil régimen democrático paquistaní, que no sólo es custodio de armas nucleares, sino que gobierna a multitudes que simpatizan con los talibanes y el terrorismo de Al Qaeda? ¿Y qué medidas ulteriores podría tener que tomar la administración Obama?
Nuestro mundo se asienta sobre un polvorín: este clisé pocas veces ha cobrado tanta vigencia.
© LA NACION
- 28 de marzo, 2016
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