Instituciones y prejuicios
MONTEVIDEO. – Cuando, en marzo de 1985, debían asumir Tancredo Neves como presidente de Brasil y José Sarney como vice, se produjo una situación dramática. En la noche anterior a la ceremonia fue internado en grave estado el presidente electo y no se sabía bien cómo había de procederse para instalar el nuevo gobierno. Algunos decían que no habiendo asumido el presidente, se estaba ante una acefalía y que en ese caso debía asumir el titular de la Cámara de Diputados, Ulises Guimaraes, el líder de la oposición a la dictadura. Otros decían que simplemente debía asumir el vice, elegido por la ciudadanía para ocupar la presidencia en ausencia de su titular. O sea, Sarney. El tema tenía vastas implicaciones políticas y militares que no es del caso narrar, pero que mantenían el país en vilo. En la madrugada, entrevistó la televisión a don Alfonso Arinhos do Melo Franco, el constitucionalista clásico del país, quien responde con rotunda claridad:
"Debe asumir el vice, porque él no es vicepresidente del presidente, sino vicepresidente de la República. Su mandato tiene la misma fuerza y legitimidad constitucional y electoral que la del presidente, la de éste para ocupar la presidencia y la del otro para sustituirlo si no está."
Lo cual viene bien a cuento estos días, cuando en nuestra región se habla mucho del rol de los vices en el equilibrio de los poderes, de su capacidad jurídica, de su destino político. Queda claro que no son vices del titular, sino de la Nación, como se dice en la Argentina, o de "la República", como rezan las constituciones uruguaya y brasileña.
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Las elecciones chilenas han dado lugar, como es natural, a muchos comentarios. Es el fin de una etapa notable de la vida política transandina: cuatro ejemplares gobiernos que redemocratizaron el país, mantuvieron el brío de una economía que se había modernizado en la etapa final de la dictadura y le añadieron un sesgo social imprescindible.
Cabe preguntarse por qué un pueblo busca el cambio cuando los resultados son, objetivamente, tan satisfactorios, y allí nos deslizamos hacia la política-espectáculo propia de estos tiempos. El atractivo mediático, la fuerza de seducción, la personalización de la propuesta juegan de un modo decisivo. Debatir programas o rumbos ideológicos es un ejercicio que sólo vale en la dimensión psicológica de la autenticidad con que el candidato formula la propuesta. No es el fondo: es la forma.
En otro orden, es interesante advertir que la condición de empresario poderoso de Sebastián Piñera no ha impedido su triunfo, pese al uso que de esa situación hizo la coalición adversaria. En estos países latinos acostumbrados a penalizar el éxito, no deja de marcar un hito. Mucho se ha escrito, y bien (lo hicieron Harrison, Grondona, Peyrefitte y otros), sobre nuestra cultura despectiva del trabajo manual, renuente a la competencia, más admirativa de la fortuna heredada que de la conquistada con esfuerzo.
Algo parecido a lo de Chile podría decirse de la victoria electoral de Francisco de Narváez en la provincia de Buenos Aires, cuando en noviembre le arrebató la mayoría al líder del peronismo, el ex presidente Kirchner. En ese distrito popular, clásico bastión justicialista, costaba imaginar que pudiera imponerse un candidato empresario, rico y, por añadidura, nacido fuera del territorio nacional. No fue obstáculo, sin embargo, y ello nos conduce a concluir que el prejuicio histórico va cediendo.
Por cierto: no sería deseable que la política se plutocratizara y que sólo los ricos accedieran al poder, montados en su acceso a medios poderosos de difusión. Pero es importante que prejuicios tan arraigados como los descriptos vayan debilitándose: tener éxito en la vida no es hacerse insolidario y sospechoso.
La situación de las libertades en Venezuela empeora día tras día. El control sobre la televisión se acentúa con medidas severísimas, que provocan naturales reacciones de protesta. No se advierte, sin embargo, la necesaria repercusión en los mecanismos internacionales de que somos parte, sea del sistema interamericano encabezado por la OEA hasta los mecanismos de coordinación política, como Unasur. El propio Mercosur tiene por delante un dilema, porque habiendo establecido rotundamente la cláusula democrática como condición para ser miembro, ¿cómo aceptará ahora la presencia de un régimen que sin rubores atenta contra las libertades fundamentales?
Suele invocarse en estos casos el principio de no intervención, ignorando que él cede cuando se trata de derechos humanos de dimensión universal. En el terreno político, se alega que el aislamiento no da resultados, y mucho menos la marginación de países, que permanecerán más allá de circunstanciales gobiernos. Todo lo cual es verdad, pero no toda la verdad. Porque la conclusión sería, de extremar esos razonamientos, que nada puede hacerse ni decirse y que al final da lo mismo respetar el Estado de Derecho que llevárselo a la rastra.
La presión internacional, dentro del marco de derechos reconocidos, debería ejercerse. Quienes se sienten amigos, no sólo de Venezuela, sino aun del propio régimen de Chávez, son los que primero deberían levantar su voz para hacerlo razonar, para advertirle sobre el terreno fangoso hacia el que se ha deslizado, para señalarle que la democracia no es sólo un palabrerío formal y que en nombre de imaginarios socialismos no se pueden llevar por delante las garantías que la civilización democrática ha construido a lo largo de siglos. No es aceptable el doble discurso, condenatorio de las violaciones de gobiernos considerados de derecha y silencioso cómplice de quienes, por declararse enemigos de los EE.UU. ya tienen el pasaporte para la arbitrariedad nacional e internacional. ©LA NACION
El autor fue dos veces presidente de la República Oriental del Uruguay.
- 23 de enero, 2009
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