La ley del talión
Apenas después de cumplir dieciocho años, un condenado a muerte iraní por homicidio fue conducido a la horca. Su fin estaba a todas luces sellado. En unos instantes, tan breves como un pestañeo o tan prolongados como la misma eternidad, sería ejecutado. Rodeado el cuello por una soga demasiado rugosa para su piel casi infantil, le preguntaron cuál era su última voluntad. Con un hilo de voz ahogada por el horror, respondió que le gustaría tocar el ney, una flauta típica de Oriente Medio. La música conmovió tan entrañablemente a los familiares de la víctima allí presentes que, finalmente, su virtuosismo encantador resultó ser su salvación.
Un destino no tan promisorio tuvo Akmal Shaikh durante los últimos días de diciembre pasado. Según la ONG que se ocupó de su defensa, este inglés de ascendencia paquistaní, confiado en la promesa de que lo ayudarían a emprender una carrera en el mundo de la música pop, fue engañado por una banda de narcotraficantes. Creyendo que viajaba a China a grabar un disco que promovería la paz mundial, llevó consigo una maleta entregada por los delincuentes, presuntamente sin saber que transportaba droga en ella. Pese a que es el primer europeo ajusticiado en China desde 1951, allí la pena capital es una práctica cotidiana.
Según datos de Amnesty International, durante 2009 se contabilizaron por lo bajo 2390 ejecuciones en todo el mundo, entre otros países, en Irán, Arabia Saudita y Estados Unidos. Pero las palmas se las lleva China: si bien sus autoridades no publican estadísticas sobre la pena de muerte, se cree que este país oriental ejecuta a más gente que todo el resto del mundo junto.
¿Por qué se ejecuta? Cuesta creerlo: la pena capital no sólo se aplica en delitos mayores. También se impone como castigo por actos que van desde el ejercicio de la libertad de expresión (en China) hasta hechos privados asociados al ejercicio de la sexualidad (en Irán). Su modalidad no es menos sorprendente. A lo largo de la historia, las formas de ejecución han ido cambiando. La silla eléctrica inventada por Thomas Edison en 1888, fue desterrada recientemente. En su lugar, los métodos más empleados -menos sofisticados pero no menos cruentos- son la inyección letal (la "niña bonita" de los procedimientos), seguida del gas, el ahorcamiento, la decapitación, el fusilamiento y la lapidación.
Según la postura adoptada por un gobierno respecto de la pena capital, hoy se hace referencia a países abolicionistas -aquellos que no prevén la pena de muerte en sus legislaciones, ni para los delitos comunes ni para los delitos militares-, abolicionistas de facto -países donde la ley contempla la pena capital para los delitos comunes, pero que no han registrado ejecuciones durante los últimos años- y retencionistas -los países en los que la pena de muerte continúa vigente y en los que ha habido ejecuciones.
¿Cuáles son los fundamentos teóricos de la implementación de la pena capital? El instrumentalismo sostiene que la principal función del castigo es la de reducir los delitos: se castiga no porque se ha delinquido sino para que no se cometa un nuevo quebrantamiento de la ley. Este fue el argumento esgrimido por el Tribunal Supremo chino, el cual justificó el empleo del castigo máximo como disuasorio, al declarar que "el uso de la pena capital para crímenes graves y que suponen una amenaza relacionados con las drogas es beneficioso para infundir miedo y prevenir el narcotráfico".
Otro de los enfoques es el retribucionista, el cual se expresa en dos versiones: la versión igualitaria sostiene que el castigo debería ser igual al crimen cometido, y fue condensada desde tiempos inmemoriales en la ley del talión: "Ojo por ojo y diente por diente". En los casos de homicidio, delito que conmueve a la opinión pública e inaugura el debate en torno de la legitimidad de la pena capital, se afirma que el único castigo para una persona que quita una vida es quitarle la vida a esa persona. La segunda versión, basada en la proporcionalidad, sostiene que cuanto más grave el crimen cometido, más grave debe ser el castigo que se ha de recibir, estrategia que descansa sobre la premisa de que aquel que amenaza la vida de los otros pierde su propio derecho a la vida. La severidad de la pena, entonces, debe depender de la perversidad del acto.
Desde un enfoque opuesto, se sostiene que con la imposición de la pena capital se daña la dignidad del ser humano cuando se lo utiliza como un instrumento cuyo fin es provocar la intimidación a otros que aún no han delinquido. Y que, por añadidura, niega radicalmente la doctrina de los derechos humanos: reconocida como un legado cruel de los comienzos del sistema penal, cuando la esclavitud, la tortura y otros castigos corporales eran prácticas socialmente aceptadas, se alega que así como estas prácticas aberrantes han sido erradicadas, la pena capital no debería tener lugar en las sociedades de hoy.
Si de justicia se trata, la pena de muerte no recae en todos por igual: en los países donde continúa vigente, la pena de muerte suele ser impuesta a los individuos de menores recursos o a minorías raciales o étnicas que no cuentan con la posibilidad de contratar una buena defensa.
Esta asimetría es definitoria, pues la imposición de la pena capital es irrevocable, y priva al acusado de los posibles beneficios de nuevas pruebas a su favor que podrían demostrar su inocencia o de una modificación en el marco legal que pudiera dar lugar a la remisión del castigo. Contemplando estas razones, la ONG estadounidense The Innocence Project, consagrada a reformar el sistema de justicia criminal, se ocupa de comparar las huellas genéticas de los condenados con las muestras obtenidas de la escena del crimen o de la exhumación de las víctimas. El ADN puede ser la vía para probar su inocencia, salvando la vida de muchísimos acusados que, sin su mediación, habrían sido, valga la paradoja, injustamente ajusticiados.
También en nuestro entorno el delincuente de guante blanco se sabe a salvo de la fuerza de la ley. El ministro de la Corte Suprema Eugenio Zaffaroni declaraba en la primera edición del año de LA NACION Revista que "el sistema penal es selectivo en la criminalización, selectivo en la victimización y selectivo en la «policización»", entendiendo por esta última expresión que tanto la víctima como el delincuente y el policía suelen pertenecer al mismo estrato social.
Lo cierto es que una ejecución es un espectáculo de homicidio violento legalizado. En nuestro escenario, el remedio a la inseguridad no es la reivindicación de la justicia "por mano propia", conducta perpetrada al margen de la ley que sería desalentada si la Justicia fuera eficiente, las penas no se conmutaran y los delincuentes no fueran liberados, artilugios procesales mediante. Y mucho menos lo es instaurar la pena capital, cuyo reclamo es comprensible como exabrupto emocional pero insostenible como política pública en un país que aspira a fortalecer sus instituciones democráticas.
© LA NACION
- 23 de julio, 2015
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