América Latina: Desconfianza profunda
La promesa incumplida de justicia compromete el porvenir
Si la confianza es una expectativa positiva respecto del futuro, su contrario, la desconfianza, es un repliegue sobre uno mismo que desestima las posibilidades que puede contener el porvenir.
Mientras la confianza crea tiempo, porque nos permite hacernos una idea del futuro, la desconfianza lo suprime, lo inmoviliza. No en vano, muchas sociedades en las cuales sus ciudadanos depositan su confianza en las estructuras jurídicas se valen del derecho para colonizar el futuro. Miran hacia adelante sosteniéndose en él. Ya no es la religión la que nos muestra el futuro, bajo la forma de la vida eterna, según obremos de tal o cual manera, sino que son las estructuras jurídicas aquellas que nos indican qué sucederá en ese futuro incierto que no queda otro remedio que transitar.
Debido a esto, el derecho, que suele identificarse como "la justicia", no es más que un conjunto de señales ubicadas en un futuro todavía desconocido, al tiempo que su fuerza proviene de su promesa: cada vez que las expectativas depositadas en una norma conduzcan a una frustración, es decir, cada vez que la norma se transgreda, el derecho reaccionará para subsanar el daño y regenerar la confianza en la norma. No sería tan desacertado imaginar al derecho como un médico que sale corriendo al encuentro de su paciente que cayó en desgracia.
Cuando el derecho reacciona adecuadamente, si bien no puede borrar la experiencia del mal recibido, sí habilita la creencia de que en el futuro el derecho es una instancia válida a la cual acudir.
La película El secreto de sus ojos hunde sus raíces en una problemática tan argentina como latinoamericana y allí encuentra su éxito. "Usted me dijo perpetua" es la frase final de Ricardo Morales (Pablo Rago), aquel hombre cuya joven esposa había sido brutalmente asesinada veinticinco años atrás y que, sosteniendo su obrar en la promesa de esa justicia que había esperado, mantenía al asesino en cautiverio. Le hacía cumplir la pena.
Bastaría leer sólo algunos informes sobre el estado de las cárceles en la Argentina para creer que las condiciones habitacionales de su cárcel privada eran mucho mejores que aquellas otras del sistema penitenciario real. Ante una justicia enclenque, empeorada por ese deporte tan querido que es el autoritarismo, Morales asume un rol que no le corresponde y así se invierten los papeles: el sistema judicial, encargado de procesar los daños del presente para devolver futuro a la sociedad, termina bloqueado, y traslada a un ciudadano la difícil tarea de procesar el dolor de la frustración que significa que una norma no se cumpla.
El resultado de la impunidad es, entonces, la desaparición del tiempo, del futuro, pues la norma que protegía aquello que se espera y que alumbraba el futuro no fue enmendada. La intromisión en aquellas instituciones, como las jurídicas, que deberían absorber frustraciones, daños o infracciones administrando cargos y penalidades significa impedir que éstas reaccionen frente a la infracción y, como consecuencia, la imposibilidad de volver a confiar de cara a un futuro que no conocemos.
La sociedad, como Morales, queda detenida en el tiempo añorando que se cumplan sus ideales de justicia.
Ante este cuadro, la desconfianza es una simple respuesta, por demás lógica, que, cual anticuerpo generado a posteriori, tiene por función evitar nuevas frustraciones. La desconfianza expresa la necesidad de no desear volver a pasar por lo mismo. Según las encuestas de victimización, más del cuarenta por cierto de los ciudadanos de los grandes centros urbanos de la Argentina no acuden a la policía cuando sufren un delito, mientras que la compra de armas y los gastos en seguridad privada han aumentado exponencialmente en los últimos años. Una gran estructura apuntalada en la desconfianza y puesta al servicio de suplir las fallas de otra.
La desconfianza en la sociedad argentina no es nueva y sus capas tectónicas fueron eficazmente edificadas una tras otra por golpes militares que modificaron de un plumazo la estructura jurídica, por agentes estatales representantes de lógicas diferentes de la del Estado, por hiperinflaciones que trastocaron todo el andamiaje jurídico que regula el comercio, por organizaciones policiales corruptas y por una serie de hechos que impidieron reestabilizar las normas una vez que ellas habían sido transgredidas.
En concreto: leyes en el papel cuya promesa de proteger aquello que los ciudadanos esperan no pudo ser ratificada por la experiencia. Por eso jueces, policías, sindicalistas, políticos y demás representantes estatales son depositarios de una desconfianza que está lejos de ser una atmósfera anímica negativa hacia un gobierno, un estado de humor que sería posible modificar con el advenimiento de un gobierno honesto.
Muy por el contrario, la desconfianza es una forma de esperar los sucesos y de observar la realidad, un mecanismo eficaz para impedir nuevas frustraciones: "Ya sabía que iba a ser así", declaró hace unos días el viudo de una mujer embarazada, muerta en un accidente de tránsito en Mar del Plata, ante la noticia de que el causante del deceso de su esposa y su hija estaba en libertad apenas una semana después. La desconfianza no es superficial y está tallada a golpes de frustración y decepción ante normas que no se efectivizan.
La profundidad de esa desconfianza se expresa en la certeza de que nada se puede esperar de ciertos roles estatales. Todos roban, todos son corruptos y si no lo son, pues lo serán algún día. Se trata de una desconfianza que resulta de un proceso de aprendizaje tras continuas impunidades.
Pero las sociedades, como no pueden existir sin una mínima proyección de tiempo, canalizan sus desconfianzas y sus confianzas: mientras las primeras ordenan construir un futuro lejos de ciertas estructuras estatales hasta llegar a la fascinación por lo privado, las segundas se reorganizan con normas informales muy efectivas y, por qué no, trasladando los anhelos de justicia a las promesas de la religión.
Si no hay justicia aquí, ya la habrá en otro lugar, en tanto que nuestros horizontes de tiempo no pasan del corto plazo. Ante esta situación, entonces, si es que realmente se le quiere devolver al Estado su valor simbólico, sería aconsejable no tomar a la Justicia, esa maltrecha justicia argentina, como un partido político, y hacerle experimentar un descrédito mayor que el que tiene.
© LA NACION
- 23 de enero, 2009
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