La moral de la izquierda y los derechos humanos
Los conceptos “ser de izquierda” o “de derecha” surgieron durante la Revolución Francesa. En un principio, el término simplemente definía al lugar del parlamento donde se agrupaban los diferentes sectores políticos.
Durante la época de la Asamblea Nacional (1789-1791), a la derecha se colocaban los sectores más conservadores, o sea aquellos que defendían las injusticias y los privilegios del Antiguo Régimen; a la izquierda se ubicaban los “girondinos,” que querían imponer ciertos cambios orientados según los principios liberales, fundamentalmente, el reconocimiento y protección de los derechos individuales, y la igualdad ante la ley.
De allí por extensión, se les llamó “derechistas” a los que defendían el statu quo, e “izquierdistas” a los que apoyaban las “nuevas ideas” cuyo principal fundamento era la libertad.
Pero a partir de los acontecimientos que culminaron con la ejecución del rey Luis XVI (enero de 1793) y la instalación de la Convención (1792-1795), los girondinos pasaron a sentarse a la derecha mientras que los “jacobinos”, notorios por sus ideas radicales, lo hicieron a la izquierda.
Por lo tanto desde sus mismos comienzos, la distinción entre “derechistas” e “izquierdistas” se tornó difusa.
El período de la Convención gobernado por los jacobinos (1793-1794), fue el que dio la impronta que de ahí en adelante, distinguiría a la inmensa mayoría de los gobiernos de “izquierda”: el abismo que separa a las proclamas grandilocuentes con profundo sentido humanista que emiten y las duras condiciones de vida de la realidad cotidiana que generan las políticas que aplican.
Bajo su regencia, se aprobó la Constitución de 1793 que otorgaba el sufragio universal, el derecho a la educación, al trabajo y la protección de los más necesitados a costa del erario público.
En los hechos, esa constitución nunca se aplicó porque según los gobernantes, “no estaban dadas las condiciones”. Por supuesto que ellos atribuían la culpa de tal circunstancia, a las potencias extranjeras y a los franceses que reprobaban los métodos utilizados. Todos esos sectores eran descriptos como los “malvados” que se oponían a los “buenos”, ya que no compartían los “nobles” ideales cuyo único propósito era mejorar las condiciones de vida del “pueblo”. Los jacobinos consideraban que ellos eran los únicos y más genuinos intérpretes de la voluntad popular.
El gobierno de los jacobinos se caracterizó por violar sistemáticamente los derechos humanos, el pan escaseó más que nunca antes, reinaba la inseguridad en un ambiente donde todos desconfiaban de todos. La guillotina “funcionaba” en forma permanente; por ella pasaron cuantos tenían la mala suerte de pertenecer al grupo “moralmente” equivocado, sin importar si eran niños, mujeres o ancianos.
Por algo se define a ese período como “El Terror”.
A pesar de esta realidad histórica irrefutable, por razones inexplicables, con el correr del tiempo se ha cubierto con un manto de beatitud el “ser de izquierda”, mientras se le atribuye a la “derecha” las peores intenciones y acciones. Ese proceso ha llegado hasta tales extremos y el concepto se ha simplificado hasta tal punto, que daría la impresión que para sus adherentes “ser de izquierda” y ser “de good guys”, han pasado a ser sinónimos. Se han constituido no solo en los dueños de la “ética” sino que incluso, se han atribuido el poder de decretar cuándo una determinada conducta debe ser considerada moralmente buena y cuándo no.
A raíz de ello, sería bueno detenerse a analizar qué significa –si es que significa algo- ser de izquierda en nuestros días. Y para ello, nada mejor que recorrer la historia contemporánea latinoamericana.
El lapso comprendido entre 1970s y 1980s, se caracterizó por la presencia de brutales regímenes dictatoriales militares tildados de “derecha”. En la mayoría de los casos, ellos emergieron tras resultar victoriosos en las llamadas “guerras sucias”, en las cuales, guerrillas no menos sanguinarias quería imponer por la fuerza de las armas un sistema dictatorial de signo contrario, pero tan oprobioso como el que usufructuaba el poder en esos momentos. Como resultado de ello, cada bando violó de manera constante los derechos humanos de los habitantes de la región.
En la década de 1980, la democracia se fue imponiendo en el continente. Y el año 2000 trajo no sólo el comienzo de un nuevo siglo, sino también, la propagación de los gobiernos de izquierda sobre suelo latinoamericano. Y junto con ellos, el “revisionismo” -frecuentemente parcializado- de lo acontecido durante aquellas nefastas décadas de la era castrense.
Azucena Berruti es una veterana abogada uruguaya y militante socialista, que durante la dictadura defendió a decenas de presos políticos, y hasta realizó una huelga de hambre como forma de protesta contra las torturas y las detenciones arbitrarias. Durante la presidencia de Tabaré Vázquez (2005-2010) ocupó altos cargos de gobierno, entre ellos, la titularidad del Ministerio de Defensa. Por esa razón, consideramos interesante dar a conocer su opinión con respecto al “furor” revisionista de nuestros tiempos.
Berruti piensa que “En estos treinta años pasaron muchas cosas. Me parece una situación de oportunismo político que después contagió a todo el mundo”. Con respecto a los procesos judiciales que se están llevando a cabo contra las personas acusadas de violar los derechos humanos, advierte que el fundamento de un juicio son las pruebas, y que en los casos mencionados, ellas no existen; las inculpaciones sólo se basan en testimonios. Opina que “Es muy relativo que puedan identificar. Demostrar que esas personas estaban ahí hace treinta años, que estaban torturando… A mí me importan las garantías para todos, y eso incluye a los militares. Creo que sin eso corremos riesgos. No puedo pensar que con decir ‘es ese’… No, no es tan fácil, no es tan fácil”.
La ex ministra afirma con contundencia, que no le gusta el cariz que han tomado los acontecimientos. “Tener a todos esos viejos enfermos presos, cocinándolos en el odio (…) Yo ya los habría soltado; lo otro es venganza. Y yo quiero ser mejor que ellos, no por decir que soy mejor, sino para que nosotros seamos mejores que ellos.”
Pero lo más esclarecedor, es cuando apunta que la cuestión de los derechos humanos “se ha manipulado”. Y lo señala con conocimiento de causa. Expresa, que a la inmensa mayoría de los que ahora se muestran tan indignados y gritan consignas como “asesinos”, en los momentos difíciles de la década 1970-80s, no se les veía ni la sombra. “Mi postura debe estar influida, también, por experiencias que tuve durante la dictadura”-afirma-“Porque ahora todos estamos peleados contra la dictadura, pero en aquel tiempo para encontrar a alguien tenía que ir a buscar debajo de la cama. Esa es la verdad.”
Como es cierto que la mayoría de esos “paladines” de los derechos humanos actúan de modo tal, que despiertan serias dudas acerca de sus valores morales y honestidad intelectual.
Por ejemplo el Ministerio de Educación –uno de cuyos jerarcas es precisamente hijo de una de las víctimas emblemáticas de la dictadura- sigue aplicando una ley que fue gestada durante el régimen de facto, que les prohíbe a los fiscales hacer declaraciones a la prensa. Contando la izquierda con mayorías en ambas cámaras legislativas, ni siquiera se considera derogar la norma aludida, a pesar de los insistentes reclamos del gremio de los fiscales. Y al igual que en la época de la dictadura, se sigue sosteniendo que el fundamento de tal restricción a su libertad de expresión es, que pueden cometer “excesos” que podrían “afectar o desacreditar a la Administración de Justicia”.
Todos sabemos que cuando avanza el autoritarismo, lo primero que se mutila es la libertad de opinión. En el caso de los fiscales, dado lo delicado de su tarea, esta censura es particularmente alarmante.
O también podríamos mencionar el rechazo de la bancada de senadores del partido gobernante de “izquierda”, de apoyar una declaración política promovida por la “derecha”, que “insta” al gobierno de Cuba a “promover el pluralismo político y garantizar las libertades”, al debatir sobre la muerte del cubano Orlando Zapata Tamayo, que permaneció 85 días en huelga de hambre, como forma de protesta por sus condiciones de reclusión y al régimen imperante en su país.
En el documento, los parlamentarios firmantes manifiestan su “convicción” de que la “vigencia de los derechos humanos en su plenitud debe ser respetada por todos los Estados (…) de forma tal que resulten efectivos, en particular en lo relativo al caso Zapata, aquellos derechos que se refieren al trato inhumano en prisión, a la necesidad de un juicio justo y al derecho a la libertad de expresión y opinión”.
Un legislador izquierdista declaró que su partido no acompañó la iniciativa, por considerar que refería al régimen cubano y no a la muerte de Zapata. Y a modo de justificación expresó, que “Todos tenemos la congoja por la muerte de Zapata y estamos dispuestos a hacer cualquier declaración para manifestarlo, pero no sobre el régimen cubano; hay que respetar la autodeterminación de los pueblos y el principio de no intervención”.
Actitudes de este tipo suelen describirse como “lágrimas de cocodrilo”.
También por estos días y ante la posibilidad de que el mandatario de Nicaragua, Daniel Ortega, viniese al Uruguay (como había anunciado) para asistir el 1 de marzo a la asunción del ex guerrillero José Mujica, volvió a quedar en evidencia esta hemiplejía moral.
Este hecho impulsó a otra militante de izquierda a manifestar su indignación. Fany Puyesky proclamó estar convencida, de que “el motivo rector de la actuación política es la ética”. A su entender, en el pasado la moral de los izquierdistas uruguayos “era más que una palabra o un concepto vacío”. Era una actitud que implicaba “la idea de solidaridad contra el autoritarismo, las injusticias y violencias que en la vida cotidiana sufren los y las demás. Pero no sólo la solidaridad económica, sino la solidaridad por el dolor de toda la gente, de todos los días, de los sin voz, y no únicamente de los militantes políticos”.
Por esa razón no puede concebir que se mire para otro lado y se reciba con honores a Ortega, por la simple razón de ser un “compañero”, cuando es público y notorio que violó sistemática a su hijastra durante años, “amparado por una guardia de ‘compañeros sandinistas’ matones”.
Pero de un tiempo a esta parte, autodefinirse en nuestro continente como "de izquierda", "socialista" o "progresista" parecería otorgar una especie de “licencia” moral. De otro modo, no puede comprenderse cómo es posible que el muy izquierdista intendente de la capital lo haya distinguido a Ortega en 2008, con el título de “Ciudadano Ilustre de la ciudad de Montevideo”.
Finalmente Ortega se acobardó y no asistió a la toma de posesión de Mujica, al enterarse de que un grupo de mujeres -de todo el espectro ideológico- estaba realizando una campaña de rechazo hacia su persona.
Por lo tanto, ¿qué es “ser de izquierda” o de “derecha?
Lo que podemos apreciar es que en nuestros días, para la generalidad de la gente “de izquierda”, la moral no consiste en determinar si cierta acción es buena o mala en sí misma, sino que la juzgan en función de quién la realizó. Es decir, una misma conducta podrá ser simultáneamente decente y censurable; el calificativo asignado en cada caso dependerá de la ubicación en el espectro político de quien la realizó.
Notoriamente, posiciones como las de Berruti o Puyesky van en contra de los criterios hegemónicos dentro de su fracción ideológica. Ambas exhiben una coherencia entre los valores morales que declaman y su accionar, que lamentablemente, no es el común denominador.
En función de todo lo que hemos estado exponiendo, es claro que no hay una línea tajante que nos permita diferenciar la “izquierda” de la “derecha”. Pero sí es seguro, que no es para nada cierto que de un lado estén los “buenos”, y del otro, los “malvados”.
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