Cuando la “democracia”, y no una república, es el fin…
Hoy el mundo entero parece haberse hecho “demócrata”, o al menos así decimos cuando nos expresamos políticamente “correctos”. Por lógica, pues, habríamos de encajarnos el nombre de “Vicente”, aquel que siempre va adonde va la gente…
Nietzsche, nunca diplomático, conceptuó tal actitud como “instinto del rebaño”, es decir, propio de quien resiente el triunfo de otro. De reconocérsele razón, nuestro mundo contemporáneo resultaría uno aplastante de adoradores de la igualdad hacia abajo, aun hasta a la del cementerio, antes que de la excelencia hacia arriba, hacia la vida plena que, según el mismo, se encarnaría sólo en el “Superhombre”.
No nos hace falta, sin embargo, de ese vitalismo darwiniano para concluir que, efectivamente, transitamos colectivamente por un camino equivocado hacia una supuesta igualdad de derechos, no el que conduce a la igualdad de obligaciones.
La primera universal de ellas es el respeto al derecho ajeno.
La segunda, responder ante los demás por las consecuencias de nuestros actos.
Y la tercera, pensar, para aclararnos el por qué de los unos y de las otras.
Lamentablemente, en este ambiente de hoy en el que la preocupación máxima parece ser la del derecho a “entretenernos”, a pasarla bien al plazo corto tras plazo corto, necesitamos “gobierno” que nos lo garantice (el “pan y circo” de los antiguos romanos).
La alternativa olvidada a la democracia como fin (y no como mero medio para escoger quién nos gobierne), ha sido, entonces y ahora, la República, ese sistema de gobierno limitado de pesos y contrapesos, encargado de velar por que cada quien cumpla con sus obligaciones, esto es, de autogobernarse sin detrimento para el autogobierno de los demás.
Por ese monumental olvido, los gobiernos crecen y crecen, como lo explicó muy bien Bertrand de Jouvenel, y, lo que es peor, precisamente a petición de los mismos que se contarán un día entre sus víctimas: empresarios mercantilistas, agitadores sindicales, eclesiásticos “liberadores”, analfabetas funcionales, y el resto de parásitos inevitable en toda comunidad.
Eso se traslada a corrupción generalizada, al omnipresente e inicuo abuso de poder, a la legislación irrespetada por irrespetable, a déficits fiscales irresponsables, a deudas impagables tanto por el sector privado como el público, a más impuestos generadores de pobreza, a las “transferencias” opacas de fondos públicos con fines de lucro político muy personales, a la violencia callejera inhumana, a la angustia que expulsa al emigrante, a la continua erosión de la piedra angular de la sociedad, la familia, y, en su cauda, al vergonzoso debilitamiento del carácter varonil en jóvenes y viejos.
Las Repúblicas, empero, no han sido eternas (las democracias tampoco). Se han desmoronado, después de haber florecido durante siglos, cada vez que se ha pretendido querer redistribuir el éxito por la fuerza lo que se había ganado por el esfuerzo libre. Así sucedió, por ejemplo, en la Roma republicana a partir del año 133 A. de C., cuando la reforma agraria de los hermanos Gracco, y lo mismo en la república más exitosa del mundo moderno, los Estados Unidos, a través de las políticas redistributivas iniciadas por F. D. Roosevelt durante los años treinta.
Ya deberíamos haber aprendido que la clave de la convivencia pacífica y próspera no reside tanto en el énfasis ruidoso en la defensa de nuestros derechos (que, por supuesto, debe incluirse) sino en otro mucho más íntimo: el de la conciencia de las obligaciones categóricas.
La semana pasada, el Congreso de EE.UU. decretó la igual obligatoriedad del seguro de salud para todos sus residentes. Paradójicamente, con eso contribuirá a que ese gran magneto sea visto cada vez menos como una república pero cada vez más como una democracia. Y en la misma proporción, dejará de ser vista como the last best hope of mankind para reducirse a la última sociedad en sumarse a las muchas mediocres.
- 23 de enero, 2009
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