«Hacer la América» en la Argentina
El contraste entre ambos mundos no podía ser mayor. Pocos paisajes vitales tienen diferencias tan marcadas como las aldeas de montaña de Europa y las llanuras sin fin de la Pampa, a cuya vera se yergue la ciudad de Buenos Aires. De los intrincados vallines asturianos a las abruptas costas de Liguria, desde la disputada Galitzia polaco-ucraniana hasta la nación vasca, venían como peones rurales gallegos, campesinos siriolibaneses o landar-bejdere daneses, siguiendo la estela de pioneros escoceses, irlandeses y galeses, tras las huellas de colonos judíos, rusoalemanes del Volga y refugiados armenios, naturales de Calabria, los Países Bajos o los Pirineos franceses. Una consigna los unía a todos: "Hacer la América" .
Transcurrido un siglo, la gesta de los inmigrantes se ha perdido en nuestra memoria colectiva. Conviene recordarla, porque a partir de la quimera de millones de hombres y mujeres que se lanzaron a la aventura de cruzar el Atlántico se refundó la matriz del pueblo argentino.
La primera decisión crucial del emigrante era elegir el país de destino. A pesar del formidable polo de atracción que constituían los Estados Unidos, la elección no era tan sencilla, porque existía otra nación en América que disputaba palmo a palmo los favores del emigrante: ni más ni menos que la República Argentina.
Hoy, mal acostumbrados por largas décadas de decadencia, nos cuesta imaginar que en el Centenario la Argentina fuera vista como un destino comparable con la meca estadounidense.
La larga jornada hacia una vida mejor comenzaba en los barcos. Con la aparición de los buques de vapor, en la década de 1870, la travesía de los puertos de Europa a Buenos Aires se redujo a 20 días de navegación, respecto de los 45 días promedio que insumía anteriormente. Esa mejora cuantitativa no mitigaba las penurias que sufrían los inmigrantes en las bodegas de tercera clase. Viajaban hacinados en cuchetas de escasa altura, con nulas condiciones de higiene, sujetos a una dieta desprovista de alimentos frescos, expuestos al frío y el calor, a olores nauseabundos y a enfermedades.
Al arribar al puerto de Buenos Aires, pasaban por un control sanitario y eran alojados en el Hotel de Inmigrantes, inaugurado en 1857 y construido a nuevo en 1911, con capacidad para cuatro mil personas (actualmente lo ocupa la Dirección Nacional de Migraciones). Se les brindaba alojamiento gratuito durante cinco días, mientras la Oficina de Trabajo buscaba emplear a los recién llegados. Entre gallegos e italianos, era predominante la emigración de hombres solos.
El aluvión de inmigrantes determinó que en el censo de 1914 representaran el 30% de la población total del país, un porcentaje no alcanzado en otras regiones de inmigración (en los Estados Unidos, nunca superó el 15%). En Buenos Aires, los inmigrantes llegaron a ser el 50% de la población, una cifra astronómica que originó un grave problema habitacional, dado que la población crecía más rápido que las viviendas.
La solución para paliar el déficit puso en escena una de las creaciones más tradicionales de la ciudad: el conventillo. Pese a que la necesidad de vivienda había provocado su proliferación (hacia 1910 existían unos 3000 conventillos), los alquileres eran elevados y obligaban a que familias enteras se hacinaran en pequeños cuartos, que podían también funcionar como talleres de trabajo para las mujeres, haciendo del patio central el núcleo de la casa. En el patio convergían decenas de piezas sin ventilación, donde se cocinaba en braseros, se lavaba la ropa, se improvisaban depósitos de enseres de todo tipo, los chicos jugaban y se disponía de letrinas y de duchas precarias para higienizarse.
¿Por qué los inmigrantes afrontaban estas privaciones? Por una razón bien simple: en la Argentina del Centenario vivían mejor que en sus aldeas natales y, aún más importante, eran dueños de su destino.
La mayoría de los inmigrantes eran analfabetos y de origen campesino, pero habían hecho de la vida un homenaje al trabajo. Por eso, no necesitaban de la ayuda del Estado argentino para abrirse camino en una sociedad que les brindaba un aporte más valioso que cualquier subsidio económico: un sistema de educación gratuita y universal. Progresaron a fuerza de sacrificios indecibles, pero no fue en vano: les legaron a sus hijos un porvenir y al suelo que generosamente los acogió, la convicción de que "hacer la América" era una utopía que se podía cumplir en la región del Plata.
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