¡Fracasados del mundo, consolaos!
¡Con vuestra novísima versión de “cohesión social”!
Y no me refiero sólo a la recién estrenada entre nosotros por Álvaro y Sandra Colom, quienes con “transparencia” sin igual reservaron arena y sol en las playas del Pacífico para unos cuantos escogidos, precisamente durante esos mismos días en los que otros no tan solidarios se preocupan de nimiedades como las de hacer penitencia cargando pesadas imágenes o perfumando plazas y calles con el olor celestial del incienso en lugar del habitual hedor circundante del “guaro”.
Y todo, justo es reconocerlo, costeado de nuestros egoístas bolsillos, no de los de ellos, por contraste además siempre bien intencionados, y regidos por la única visión del bien al largo plazo, jamás por la corta de las próximas elecciones…
Pero quiero felicitar más bien a los europeos y norteamericanos cómodamente decadentes, esos tan prontos a facilitarnos recetas que no les pedimos.
Los EE.UU. acaban de embarcarse en un proyecto de salud pública que en 10 años les significarán el dispendio de $900 mil millones para los que no tienen reservas (localizables, eso sí, en las arcas del Banco Central de China).
Han abdicado de su tradicional confianza en su propio esfuerzo para pasársela a un Estado benefactor monopolístico al estilo europeo. Hace casi dos siglos Alexis de Tocqueville vio en ellos ejemplos para el Viejo Mundo de radiante federalismo, sobre todo en sus asociaciones de voluntarios con las que sus ciudadanos lograban retener en sus manos las riendas de su destino, y cuando el costo de tener gobierno no superaba el cinco por ciento de su PIB.
Ahora, Obama y su Partido de Decadentes lo hacen al revés. Igual, ciertos Estados federados de su vecino Canadá.
Y en el entretanto, en la Unión Europea subsisten 19 Estados nacionales gracias a transferencias obligadas netas de los ocho restantes. Luxemburgo, Holanda, Alemania, Noruega y Dinamarca, en particular, mantienen sus sanas tradiciones fiscales de buen gobierno (Noruega porque dispone de abundantes petrodólares), al tiempo que Finlandia, año tras año, destaca en el entero planeta como el número uno por la honestidad y transparencia de sus funcionarios. El resto europeo, en cambio, se ha vuelto “tercer mundo”, o algo que se le parece. Es decir, allá como acá, comportarse irresponsablemente paga. Pregúntele, si no, a cualquier ciudadano de la Grecia o la España actuales. O sondee las opiniones de los mejor pensantes entre los portugueses, los irlandeses, o aun meros inversionistas británicos en Islandia.
Encima del catastrófico invierno demográfico que los aflige desde hace casi un siglo.
La altiva Francia, por ejemplo, contrata millones de jóvenes musulmanes del Maghreb y del sur del Sahara porque no tiene los suyos suficientes, y debe su alto nivel de vida en buena parte a los subsidios agrícolas que sus granjeros han colectado de las políticas proteccionistas de la Unión, sumados a los privilegios que la misma le ha otorgado por décadas junto a los demás signatarios del tratado de Lomé (excolonias africanas y caribeñas). Hasta todavía gustan de endulzar su gloria de “gran Nación” napoleónica con la remolacha que un no menos “gran Corso” les impuso cultivar, así como al resto del Continente.
Hemos, pues, de forjar nuestros propios paradigmas para no copiar los monótonamente fracasados de allá, como lo hemos ensayado en mayor o menor grado en la Argentina de Perón, en la Cuba de los Castros y en la Venezuela de Chávez… Porque al fin y al cabo aún procreamos hijos y no necesitamos adoptarlos de allende el mar.
Pero no hay sustituto para el sentido personal de la responsabilidad, ni para el trabajo disciplinado, ni para el estricto cumplimiento de los contratos. De eso se teje la verdadera cohesión social, no de regalos.
Válido ayer y válido mañana, mientras preservemos las mejores lecciones que nos han legado nuestros laboriosos antepasados.
- 28 de marzo, 2016
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