La privatización de las calles
Ocurre que "Il Gattopardo" de Lampedusa tiene una expresión célebre que dice "si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie". En efecto, todo ha cambiado, y todo sigue como estaba.
Es que aun cuando los gobernantes, tanto los unos como los otros, ciertamente carecen del linaje y la distinción del personaje de la novela, Don Fabrizio Corbera, Príncipe de Salina, parecen compartir con él, sin embargo, el arte de la manipulación.
Desafortunadamente olvidan que lo que en una novela es emoción para el lector, en la vida real es frustración para el elector. Pero quizás porque los unos y los otros saben que sus rivales políticos (ellos mismos en orden inverso, obviamente…) ofrecen tan poco, es que tal frustración no parece preocuparles.
En un país donde los unos se rasgan las vestiduras por una libertad que a veces es la del zorro en el gallinero, y los otros despotrican contra cualquier cosa que huela a propiedad privada, resulta paradójico que ambos parezcan estar cómodos con la realidad de tener las calles privatizadas. Algo que, como es sabido y sufrido, viene desde mucho antes del reciente cambio de papeles en el gobierno.
Quienes transitamos con frecuencia por el centro de San Salvador, vamos hacia Santa Ana por la salida principal de Santa Tecla, o llegamos seguido a Usulután (el by-pass mejora el tránsito cuando uno sigue hacia oriente, pero ello no cambia el punto en discusión), verificamos que a los unos no les interesa tanto la libertad, en este caso la de transitar sin obstáculos por lugares públicos. Lo natural es ser más libertario que ellos, que dicen ser de derecha.
Por su parte, la alergia que los otros dicen tener hacia lo privado alcanza una milagrosa cura en el preciso momento en que se ven obligados a decidir sobre los puestos callejeros. Que siendo privados invaden espacios públicos. Lo natural, definitivamente, es ser más socialista que ellos, que dicen ser de izquierda.
Hay que ubicar en un plano diferente, generalmente justificable aunque no por ello deseable, la incómoda instalación de barreras o de rejas que impiden el libre tránsito en calles públicas. Se trata de un mal menor.
El mal mayor es la inseguridad, que desnuda el fracaso del Estado en una de sus obligaciones más elementales, que es proteger vidas y bienes de quienes, cumpliendo nuestra parte del contrato social, pagamos impuestos al Estado. De este mal mayor la gente se protege como puede, incluyendo barreras y rejas. Que no son lo mismo que los puestos callejeros. No nos confundamos.
Hablando de confusiones, la evidencia insinúa que ni los unos ni los otros tienen claridad en sus pensamientos, sean políticos, ideológicos o económicos. Pero es algo que tampoco parece importarles demasiado: hace apenas unos días pasó sin pena ni gloria una noticia que mostraba a un alcalde de occidente afirmando temerariamente que como ciertos terrenos "eran propiedad de la alcaldía, él podía hacer con ellos lo que quisiera". Una apología, por nadie condenada, de la apropiación de bienes públicos.
Finalmente, el texto de Lampedusa dice: "¿y ahora qué sucederá? ¡Bah! Tratativas pespunteadas de tiroteos inocuos, y después todo será igual, pese a que todo habrá cambiado". Como inspirado en la vergonzosa privatización de las calles que de facto avalan los políticos criollos. Porque pese al cambio de papeles el resultado es el mismo. Y es negativo.
Hasta la próxima.
El autor es Ingeniero, Máster en Economía (ESEADE, Buenos Aires) y columnista de El Diario de Hoy.
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