Argentina: Federalismo pisoteado
El poeta W. H. Auden aseguró que "si el lenguaje está corrompido, lo que está corrompido es el pensamiento". Muchas palabras sufren el deterioro de su significado, al extremo de que se utilizan con sentidos diferentes. Suele ser difícil llegar a acuerdos, porque vivimos en un clima parecido al que terminó con la torre de Babel e instauró la confusión de lenguas. Como ejemplo, vale señalar que palabras como "democracia", "progreso", "derecha", "izquierda", "libertad", "civilización", "cultura", "derechos humanos", "represión" y "ley" no son lo mismo para todos. Existen diferencias sutiles y también abismales. Lo ilustraré con una anécdota.
El jefe de un estudio de abogados incorporó a un joven colega con antecedentes brillantes. Durante varios meses, demostró una capacidad que asombraba. Pero el jefe advirtió que empezaba a disminuir sus horas de actividad y rendía menos. Le encargó a un detective que lo investigara. A la semana, el hombre informó confidencialmente: "Lo investigué. Deja de trabajar a la una. Toma su auto, va a su casa, almuerza con su mujer; con su mujer duerme la siesta; de nuevo sube a su auto, y a las cuatro y media regresa al estudio". El jefe sintió gran alivio: sólo tendría que pedirle que abreviara ese recreo. Entonces, el detective movió la cabeza: "No me ha entendido… ¿Puedo tutearlo?". "Por supuesto, pero ¿en qué cambiará su informe?" "En lo siguiente: este abogado deja de trabajar a la una, como te dije. Entonces, toma tu auto, va a tu casa, almuerza con tu mujer; con tu mujer duerme la siesta; de nuevo sube a tu auto, y a las cuatro y media regresa al estudio."
Se supone que la diferencia entre "tú" y "usted" se reduce a la distancia que proviene del escaso conocimiento mutuo o de razones de jerarquía. Pero, como en este caso, puede iluminar otros ángulos.
El federalismo, en nuestro país, ha sido objeto de confusiones análogas. Algunos que lo apoyan no hacen más que sabotearlo. ¡Y de qué forma! En los primeros artículos de nuestra Constitución nacional, como un frontispicio de mármol, se insiste en que el sistema es federal. Las provincias, en la Convención de 1853, formaron una nación. No ocurrió a la inversa. En este sentido, hemos marchado por la misma ruta que las demás organizaciones federales del mundo.
Son muchas, y demostraron ser exitosas. Quizá la más antigua sea la que refiere la Biblia cuando describe la organización primigenia de Israel en la Tierra Prometida. El territorio estaba compuesto por doce tribus, que eran provincias, con matices determinados por su idiosincrasia, recursos naturales y poderío. No obstante, mantenían un fuerte lazo histórico y cultural. El primer rey fue elegido en la tribu de Benjamín, la más pequeña y hasta periférica.
Salteando centurias, vemos que se produce lo mismo en muchas partes. En Suiza, veintiséis cantones sancionan en 1848 una constitución federal. Este país, aunque de tamaño reducido, habla cuatro idiomas. Suele ser difícil compartir recuerdos con personas que hayan crecido en cantones diferentes, porque cada una permanece enraizada en el propio. Hasta hay diferencias educacionales importantes respecto de la numeración de los años escolares y la duración de las etapas. En algunos sitios se habla de gimnasium y en otros, de "liceo". El modelo que más influyó a la Argentina, sin embargo, fue Estados Unidos.
Ese país fue construido en un territorio que la metrópolis europea consideraba pobre, debido a la ausencia de oro y plata. En consecuencia, no envió funcionarios para llenar carabelas con esos metales, ni instauró virreyes. Los habitantes del Norte, muchos perseguidos por conflictos religiosos, tuvieron que arreglárselas solos; trabajar para vivir. Entonces, constituyeron comunidades cuyos jefes no requerían la bendición ni complicidad de la Corona. Eligieron a los más honestos, confiables y esforzados. Aprendieron a premiar el mérito. Pronto se formaron estados que, al prosperar, despabilaron la codicia de la Corona. Entonces, decidieron independizarse. La revolución americana precedió en trece años a la francesa y, en muchos sentidos, la inspiró. En 1787, sancionaron su constitución, que fue graníticamente federal. El federalismo sigue manteniendo una vigencia enorme. Y la Corte Suprema de Justicia funciona como el cancerbero implacable que no permite la menor violación del articulado constitucional.
América latina y nuestro país se inspiraron en ese cuerpo doctrinario, pero también en las tradiciones provenientes de España. En efecto: en España tuvieron gran protagonismo los ayuntamientos. Hasta el día de hoy, los ayuntamientos son decisivos en la política. Pero también en la economía, porque se quedan con la mayor parte de la recaudación tributaria. Con este sistema, cada ciudadano sabe cuánto se justifica pagar -o si se justifican las fluctuaciones de los montos-, pero, sobre todo, sabe qué se hace con los dineros que aporta. No van a un saco sin fondo, en el que funcionarios de turno meten la mano sin rendir cuenta. El sistema vigoriza la responsabilidad y disminuye la impunidad.
Esos ayuntamientos españoles dieron lugar a los cabildos latinoamericanos. Son el núcleo de la institución municipal, que, paulatinamente, modelaron las provincias. En España, además, su accidentada historia, con invasiones y reconquistas de diferente duración, derivó en regiones que mantienen diferencias temperamentales, idiomáticas, artísticas y de recursos.
Por eso, existen Galicia, Cataluña, Extremadura, Castilla, el País Vasco. Con esfuerzo -no acabado aún-, estas porciones conformaron una nación unificada, como pasó con los otros ejemplos.
En América latina se produjo una separación de países, que siguieron, en parte, los mapas de la etapa virreinal y que después recortaron también esos mapas. Pero algunos eligieron el sistema federal. No todos. Chile, por ejemplo, es decididamente unitario. Pese a las notables diferencias entre las porciones de su largo territorio, a los gobernadores de sus regiones los designa el presidente. Otro es el caso de México y la Argentina.
Nuestro país eligió el sistema federal luego de apasionados conflictos y colisiones sangrientas. Las provincias -como señalé- armaron el país. No fue fácil, pero se impuso la visión estratégica de los mejores. El genio de Alberdi operó como un oráculo que marcaba la ruta. Y Urquiza demostró ser el patriota que demolió resistencias para terminar de edificar una nación. La tensión entre unitarios y federales, sin embargo, no fue superada del todo. Entre las muchas razones, aparece la fuerza cultural y económica de Buenos Aires. En lugar de funcionar como la ciudad de Washington, sólo sede de los tres poderes, creció como París, centro del país todo. Esta deformación inspiró a Ezequiel Martínez Estrada su libro La cabeza de Goliat . Alfonsín intentó corregir la deformación mediante el traslado de la Capital Federal "hacia el sur, el frío y el mar". Pero no culminó su sueño.
Existen otros defectos. La Constitución de 1853/60 determinaba que los impuestos de la Nación provendrían sólo de la Aduana y que el grueso quedaría en las provincias. Después del golpe de Uriburu, al comenzar la presidencia de Justo, surgió el impuesto a los réditos -"transitorio", palabrita mentirosa que nunca falta cuando se trata de esquilmar al pueblo-, que impuso un curso inédito a las recaudaciones: el conjunto de la nación debía mandar sus tributos al poder central, y el poder central lo coparticiparía. El angosto arroyuelo se fue convirtiendo en un río fragoroso. El impuesto a los réditos tuvo cría, y el país entero se transformó en una legión de siervos que debe verter en las arcas del codicioso patrón nacional de turno el grueso de las recaudaciones. El patrón de turno devuelve algo, llamado "coparticipación". Pero esa coparticipación, que hasta hace unos años era automática, reglada y puntual, degeneró en una arbitrariedad escandalosa. Ahora, el Ejecutivo "coparticipa" según su capricho e intereses. Recibe más quien se le arrodilla y casi nada quien pretende mantener algo de la olvidada dignidad federal.
Es deprimente ver a los gobernadores que viajan como mendigos a la Capital Federal con la mano extendida y las rodillas temblorosas para que les entreguen los aportes debidos. Tampoco son santos: esta situación les ha regalado una justificación maravillosa para afirmar que no pueden pagar los sueldos porque la Capital Federal no les ha girado la esperada "coparticipación". De este modo, a la irresponsabilidad e ineficiencia del poder central se añade la ineficiencia del poder provincial.
En este campo, entra la insistente cuestión del "transitorio" impuesto al cheque. Desde el comienzo, fue un tributo antifederal, porque cheques se firman en todas partes y lo justo hubiera sido que el impuesto quedara en la localidad en la que fue extendido. Pero no. Masivamente se transfirió al poder central, que lo redistribuye -cuando lo hace- de la forma que se le antoja. La Presidenta amenazó con suprimirlo si no le permiten seguir aprovechándose de su masa compuesta por demasiados millones. O lo maneja ella o no les afloja una miga a los desfallecientes gobernadores. La vieja historia del perro del hortelano. ¿No es eso creer que la mayoría de los argentinos son giles, que no abrieron los ojos cuando anunció que recién lo suprimiría en 2011, cuando tuviera que irse? De ese modo, dejaría a su sucesor desprovisto de ese recurso. Si la amenaza no es una jugarreta, que lo suprima hoy mismo, a ver si se anima.
El curso de los impuestos evoca a los antiguos carros aguateros tirados por un burro. Por lo general, eran tanques viejos con agujeros por donde perdían líquido. Antes de llegar al último consumidor, no les quedaba ni una gota. Los impuestos van de los municipios a la provincia y de la provincia a la Nación. Fluyen al revés de lo que impone la lógica. Y esta patología se manifiesta en que la Nación se comporta mal con las provincias y las provincias, mal con sus municipios. Los carros aguateros dejan a todos con sed. Violan nuestra tradición basada en los ayuntamientos españoles. El curso virtuoso sería que el grueso quedara en lo municipios, que estos "participaran" a la provincia y que la provincia "participara" a la Nación. De ese modo, seríamos un país federal en serio. Los enormes y ocultos gastos que realiza en Ejecutivo Nacional, la dispensa de favores, el picoteo voraz de la corrupción y la ausencia de recursos en que queda enterrada la Argentina productiva demuestra que usamos mal las palabras y deformamos nuestro pensamiento. Nos llamamos un país federal y no somos un país federal.
Otra de las muchas evidencias es la conducta de los senadores. Fotografías y noticieros han mostrado cómo estos legisladores traicionan con descaro a sus provincias. En plena sesión, suelen llevarse el celular a la oreja para recibir las órdenes de Olivos. ¿A quiénes representan? Si no representan a sus provincias, sino al poder central, que consigan un puestito en ese poder y renuncien al mancillado título de "representante del pueblo". Volvemos al lúcido Auden. Si renuncian al nombre que no merecen, contribuirán a disminuir la corrupción del lenguaje y la deformación del pensamiento.
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- 23 de enero, 2009
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