Hipocracia o democresía
Un buen día un juez español, Baltasar Garzón, resolvió enjuiciar al dictador chileno Augusto Pinochet. Incluso lo hizo retener en Londres. Hubo otros casos en que tribunales de justicia españoles asumieron jurisdicción para juzgar a torturadores argentinos.
Como que España se transformaba, por sí y ante sí, en el juez supremo universal y el gran fiscal para los violadores de los derechos humanos.
Muchos se preguntaron por qué el Reino de España no se ocupaba, sin duda con mucho más competencia, de investigar y juzgar los crímenes del franquismo.
Mientras, por un lado salían a dictar cátedra fuera de fronteras, adentro, nada. En el Valle de los Caídos se veneraba al pasado y hasta ministros de Franco –que lo fueron en momentos duros en que incluso se aplicaba la pena de muerte a disidentes y a quienes luchaban contra la dictadura– eran homenajeados, festejados y hasta en casos incluidos en misiones oficiales –como símbolo y acto de cordialidad– que visitaban regímenes dictatoriales africanos en pos de negocios y petróleo.
Pero otro buen día, el juez Garzón asumió competencia para, por lo menos, comenzar a investigar qué fue lo que pasó con las víctimas del franquismo. Ahí la cosa cambió: el que pasó a ser “reo” y a ser juzgado ha sido el “juez estrella” español.
Parece que se trata de otra cosa; y la gran contradicción, por no decir hipocresía, española se manifiesta ahora con mayor fuerza y mucho más exposición. Lo de Franco es cosa juzgada, nadie debe meterse y no hay lugar a revisiones. Además, si lo hicieran, si se meten, ¿cuán profunda sería la revisión? ¿Hasta dónde llegaría? ¿Revisarán también el proceso, y eventualmente la legitimidad y sus distintas fuentes, de la reinstauración de la monarquía?
Y no solo es eso: resulta que a raíz de todo este proceso los principales y más altos miembros de la justicia de España son motivo de enjuiciamiento por parte de organizaciones sindicales y sociales españolas, que salen a protestar y a defender a Garzón, en lo que ellos califican como un acto de ejercicio democrático contra el fascismo, y otros en cambio la señalan como una indebida presión, típicamente fascista, contra la Justicia y, de hecho, contra las instituciones democráticas.
Esto es lo que ocurre en la España de Rodríguez Zapatero, que no reconoce al presidente electo de Honduras, y sostiene que Chávez es el más democrático de los mandatarios de América Latina. La misma que defiende a Fidel y Cuba, que hace gárgaras con los principios democráticos pero cuya defensa, eso sí, la somete a sus intereses comerciales y económicos. Ni más ni menos, tal como les aconseja Chávez cuando comienzan a hacerle alguna crítica: antes de seguir, les advierte el comandante bolivariano, consulten a vuestros empresarios, en particular a aquellos cuyas empresas están instaladas o tienen negocios con Venezuela.
En lo que hace al tema del revisionismo histórico es difícil decir qué es lo que está bien, lo que está mal, y qué es lo que hay que hacer. Por un lado, lo del “borrón y cuenta nueva” sin duda facilita las transiciones y, en alguna medida, lo de España durante décadas fue un ejemplo y motivo de estudios y tesis académicas sobre lo que se debía hacer para lograr un tránsito en paz. Pero, por otro lado, ¿es justo que quienes cometieron crímenes horrendos no sean, como mínimo, recordados y señalados por lo que hicieron?
Pero, aparte de esa disyuntiva, este tema y todo lo que pasa en su entorno y como derivación constituyen una muestra más de las distintas varas que se usan, en función de ideologías o tesituras políticas, para medir hechos y acontecimientos que son iguales y de la misma especie, y del doble discurso que no ya contamina sino que decididamente ha enfermado a la democracia.
Hoy, la hipocresía, en el marco democrático eso sí, es la regla. Tanto que podríamos, a los efectos de precisar mejor las cosas, no hablar de democracia sino de democresía o hipocracia. Se puede elegir, tanto da, se trata de lo mismo.
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