Las Vegas
Paréntesis peculiar en el calendario de cualquier asalariado (o pensionado). Y para los muy ricos, una oportunidad más para invertir.
La “ciudad del pecado” después de todo no parece tan pecaminosa. Pues a las multitudes de adictos a los juegos de azar apenas les resta tiempo para otros vicios.
Lo impresionante del lugar es lo moderno y suntuoso de su arquitectura, además de algunos espectáculos soberbios de música, agua y danza que se ofrecen en los mejores hoteles.
Sus estilos varían desde aquellos que Hollywood imagina como los propios de la Roma decadente de los tiempos de Caracalla, desde el del nombre desubicado del “Caesar’s Palace”, por ejemplo, hasta los más refinados en lujo mediterráneo, el “Venetian” y su “Palazzo”, o hasta el de la más estridente cursilería, como aquel en el que fui alojado.
Las Vegas reúne en un solo lugar todas las reflexiones introductorias al capitalismo moderno. En 1931 los casinos fueron autorizados en el Estado de Nevada. Dos años después, fue repelida a todo lo largo y ancho del país (a través de una enmienda constitucional) la famosa “Ley Seca”, y dos más adelante se inauguró la gigantesca represa Hoover, erigida durante los años más difíciles de la Gran Depresión de los años 30, y que hizo mucho más accesibles el agua y la electricidad a casi todo el árido Sudoeste.
Las condiciones quedaron dadas para la emergencia de una alocada iniciativa empresarial de fundar un centro de diversiones en pleno desierto.
De ello se encargó “Bugsy” Siegel, un simpático portavoz del empresariado de Los Ángeles, aunque al precio de ciertos nexos de dudoso nombre con mafiosos locales y de Nueva York y Chicago, hacia finales de la Segunda Guerra Mundial. Siegel terminó asesinado en 1948 por sus decepcionados “socios”, y a partir de ese momento se inició cierta regeneración moral en el clima de negocios de la incipiente Las Vegas, con la importación masiva de honrados y laboriosos auditores y contadores públicos mormones, traídos de la vecina Utah. Hoy, Las Vegas es una urbe esplendorosa de más de dos millones de habitantes, lo que la acerca mucho al ideal de Siegel de verla convertida en la capital mundial del juego. Jamás, empero, sin alguna competencia feroz de otras ciudades de prestigio internacional como Monte Carlo en Europa, La Habana en Las Américas y Macao en Asia.
Paradójicamente, se ha tornado en un centro también de convenciones muy intelectuales para científicos y artistas, incluidos los de la excelente Universidad de Nevada. La razón es sencilla y típica del mercado: esos enjambres de aficionados a los juegos de mesa subsidian hacia la baja, sin saberlo ni quererlo, las tarifas hoteleras para otros visitantes inesperados entre los que me conté yo.
En su corta historia, un personaje merece mención aparte: Steve Wynn, el hotelero de más gusto y mayor sensibilidad estética de entre todos. En el hotel de su nombre pude apreciar delicadas y ultramodernas alegorías fantásticas del perenne drama entre el bien y el mal bajo el evocador nombre de “El Sueño”. Hizo desfilar ante mi mente la serie larguísima de narradores deslumbrantes, incluidos los juglares de la Edad Media, o de aquellos encantadores cuentistas de mil y una noches bajo un cielo estrellado, en torno a fogatas encendidas por nómadas de todos los desiertos, de arena o de hielo.
La vivencia de Las Vegas se podría resumir como la de un gigantesco Walt Disney para adultos, no menos necesitados de imaginación que los niños que otrora fuimos. El juicio moral, en cambio, que me merecen los ancianos, en su mayoría mujeres, que malogran las horas de la mañana y de la noche sentados frente a las máquinas de juego, es otra cosa. Las Vegas es una ciudad de ocio muy viejo. La juventud minoritaria se asoma sólo después de la caída de la tarde. Hay, juzgué, maneras más responsables y fecundas de disponer del ahorro…
Si fuera agente de viajes, recomendaría a mis clientes esa experiencia.
- 23 de enero, 2009
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