El intervencionismo antigrasas y procarbohidratos
Libertad Digital, Madrid
Entre los años 30 y 40 se produjo un importante giro en el pensamiento económico, y la pujante teoría liberal de Hayek o Mises se vio truncada en su influencia por el fulgurante éxito del keynesianismo. Dicho giro en el pensamiento predominante en economía coincidió en el tiempo con otro, en este caso en medicina y nutrición, que trastocó notablemente el devenir de la sociedad. La teoría de las enfermedades de la civilización, que configuró la hipótesis de los carbohidratos de Peter Cleave o Weston Price, empezó a ser marginada en los años 40 por una hipótesis distinta para explicar las enfermedades crónicas: la de las grasas y el colesterol.
En los años 60, la noción de que las grasas –especialmente saturadas– y el colesterol eran la causa central de los problemas cardiovasculares estaba ya fuertemente asentada en la opinión pública y en los 70 parecía ya indiscutible. Cómo se llegó hasta ahí, dilapidando y borrando décadas de ciencia, precisa entender el entorno ideológico que alentó la difusión de la nueva teoría antigrasas. Las raíces de tal movimiento pueden hallarse en la contracultura de los años 60, donde el tema del hambre en el Tercer Mundo se hizo constante. En 1968, el científico Paul Erlich predijo en su best-seller The Population Bomb la muerte por inanición de cientos de millones de personas en todo el mundo. Recogiendo el mito malthusiano, la superpoblación se convirtió en el gran temor. Y la cuestión del desequilibrio entre la producción alimentaria y el consumo desembocó en un movimiento contra los alimentos de origen animal y en defensa radical de la agricultura. Esta misma línea puede observarse en el nutricionista de Harvard Jean Mayers, quien aseguraba en 1974 que "el enorme apetito por los productos animales ha forzado la conversión de más y más cereales y soja en alimento para el ganado, reduciendo la cantidad dedicada al consumo directo [humano]". En 1971, el best-seller de Frances Moore Lappé Dieta para un pequeño Planeta insistía en la misma idea. En realidad el asunto se convirtió en una cuestión moral más que científica. En 1990, el sociólogo Warren Belasco esgrimía en su libro Appetitte for Change un profundo discurso anticapitalista abogando por los cereales para el consumo humano y la casi eliminación de la ganadería. El subtítulo de aquel libro era revelador: Cómo la contracultura tomó la industria alimentaria. Al menos desde mediados de los años 50, la influyente Asociación Americana del Corazón empezó a renovar sus recomendaciones oficiales con cada vez más restricciones sobre el consumo de grasas.
Si tuviéramos que elegir una fecha de proclamación del triunfo político de la hipótesis de y contra el colesterol y las grasas, ese día fue sin duda el 14 de enero de 1977 con el anuncio por parte del senador demócrata George McGovern de los Objetivos dietéticos para los Estados Unidos. El impacto de la llamada del Gobierno norteamericano a restringir drásticamente el consumo de grasas tuvo unas dimensiones mundiales.
El demócrata George McGovern –que perdió en 1984 las presidenciales contra Ronald Reagan– fue el encargado de presidir el comité sobre nutrición del Senado que promulgó tales guías oficiales. El propio McGovern admitía que su experiencia en el centro Pritikin de California, donde se promovía una dieta extremadamente baja en grasa, había influido en su pensamiento nutricional. Pero lo cierto es que McGovern no sólo no era científico, sino que ni siquiera él ni su equipo sabían que existía una controversia científica –la de la hipótesis de las grasas versus la de los carbohidratos.
A pesar de la fanfarria con que el Gobierno norteamericano se alineó con el movimiento antigrasas, aquel comité del Senado tuvo que escuchar declaraciones para muchos incómodas. Robert Levy, director del Instituto Nacional del Corazón, Pulmones y Sangre, afirmó que tras invertir miles de millones en conocer si reducir el colesterol prevenía los ataques cardíacos, ni él ni nadie podía asegurarlo con certeza. El cardiólogo John McMichael testificó que urgir a la población a recortar el consumo de grasas era precipitado, cuando no irresponsable. En la versión revisada un año después de aquellas guías oficiales, el prefacio exponía algunas cuestiones que aún estaban dilucidándose, una de ellas si reducir el colesterol retrasaba la enfermedad cardiovascular. Pero responder científicamente a aquella pregunta ya a nadie parecía importarle, sin más se asumió que sí.
Reflejo de la lamentable confianza ciega en el Gobierno y la clase política era que se consideraba a un científico corrupto si recibía fondos de la industria alimentaria, pero honesto si los fondos eran del Gobierno. En este sentido, el nutricionista de la Universidad de Washington Robert Olson sufrió en carnes propias una doble hipocresía. Cuando fue un aliado del USDA (Departamento de Agricultura) y de la hipótesis contra las grasas, a nadie parecía importarle la suma millonaria de fondos que le proveía la industria alimentaria. Era honesto. Pero cuando años más tarde cambió su postura admitiendo que las dietas muy bajas en grasa no tienen gran respaldo científico, entonces a todo el mundo le importaron aquellas relaciones financieras. Ahora, por no defender el mantra grasofóbico, se convertía en corrupto.
Durante los años 70 y 80 se produjo la exportación a todo el mundo de la pirámide basada en cereales y almidones, es decir alta en carbohidratos. A comienzos del siglo XXI, un nuevo movimiento se ha sumado en defensa de los productos agrícolas y como enemigo de la ganadería y las grasas animales. Los que predican la catástrofe alentada por los excrementos animales y su CO2. Exactamente, los cansinos calentólogos con su calentamiento mental.
- 23 de julio, 2015
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