¿Queremos, de veras, progresar?…
Algunos, tal vez, sí, muchos no…
Porque por “de veras” entiendo la voluntad de lograrlo; sin ella, tan sólo divagamos entre ensueños mientras nos creemos despiertos.
Pues todo progreso, como lo bueno, tiene su precio, a veces exorbitante, “en sangre, sudor y lágrimas”.
Por eso la mayoría de los programas asistenciales por mediación política que nos prometen, y nos exigen muy poco, en lugar de aportar al progreso de todos terminan por frenarlo, y de prolongarse hasta lo revierten. El ejemplo más a la mano lo tenemos en Cuba, hace medio siglo el país en Iberoamérica de más acelerado desarrollo y hoy una cloaca donde se refugian mendigos foráneos y nativos.
Es que lo fácil acaba siempre por desenmascararse como maldición. Que se lo digan, si no, tantos herederos adictos al despilfarro de lo que les facilitaran padres y abuelos, a su turno obsesionados con el trabajo productivo y poco atentos a sus familias.
La ruta habitual de la benevolencia irresponsable siempre transita a costa de otros aún más inocentes y necesitados. Los salarios mínimos por decreto, por ejemplo, lo pagan quienes se quedan sin empleo. La gratuidad de los estudios universitarios la costean, en parte, los analfabetas de aquellas comunidades para las que no hubo fondos públicos con qué erigirles una escuela primaria.
Los subsidios a la vivienda, o la protección al inquilino, se logra a costa de quienes jamás podrán poseer una propia. La factura por las deudas que contraemos para comer más y holgar mejor se las pasaremos, inevitablemente, a nuestros nietos, también a los todavía por nacer. Los aranceles proteccionistas a favor de ciertos empresarios los pagamos los consumidores comunes y corrientes con los precios inflados y la escasa calidad de la oferta. Los desvíos presupuestarios hacia la seguridad de gobernantes, diputados, diplomáticos y demás favorecidos por la gracia oficial se sufragan con la generalizada indefensión de los ciudadanos. Y hasta las estupideces de algunos llamados “formadores de opinión pública”, nunca dejan de constituirse más tarde en moneda corriente para las peores decisiones de las autoridades, según lo dijo Hegel: “Por donde pasan las ideas 50 años después pasan los cañones”.
Incluso tantas prerrogativas y prebendas que prodigamos a magistrados, jueces y fiscales nos rebotan en trámites inacabables de justicia tardía y la impunidad demagógicamente consentida de quienes, exasperados, “linchan” en sus comunidades, ya no de tan remotos rincones rurales. También el cobarde apaciguamiento que ha hecho este Gobierno de los agitadores sindicales del gremio magisterial, en torno a la figura repugnante de Joviel Acevedo, nunca dejaremos, al final, de financiarlo con un deplorable nivel de educación pública que, además, desalentará inversiones a la búsqueda de mano de obra calificada. Y, por supuesto, tampoco podremos librarnos de las consecuencias del conjunto de normas contradictorias y disparatadas que pasa por “Constitución de la República”…
No somos en el mundo la excepción, ni mucho menos. Pero la responsabilidad por lo que acontece en otras latitudes no es nuestra, ni se financia a nuestro costo. De lo que aquí suceda, en cambio, sí somos responsables y no hay excepciones.
¿Es todo esto tan difícil de entender?
No lo creo, pero no caemos en la cuenta de que lo que solemos pasar por alto (el costo de cada concesión equivocada, de cada favor inmerecido, de cada privilegio injusto), queda repartido entre todos, mientras los beneficiarios son unos pocos que, a gritos, y con las uñas, sabrán aferrarse organizados en grupos implacables de interés al statu quo.
Lo acabamos de constatar una vez más en el reciente debate en torno a las reformas a la Constitución, a cuyo largo se hicieron transparentes.
Por eso comentó en su día Edmund Burke: “Lo único que hace falta para que los malos triunfen es que los buenos les dejen hacer”.
Y los buenos… ¿son “pocos” o “muchos”?
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