Paraguay: Presidente en la sombra
¿Alguien vio a Fernando Lugo? Y si lo vio, ¿lo escuchó? y si lo escuchó, ¿le creyó? El estilo político del Presidente de la República me recuerda constantemente al ex mandatario argentino Fernando de la Rúa. Su comedimiento y su distancia eran generalmente traducidas como neutralidad. Hasta el punto que al cumplir dos años en el gobierno, la revista Noticias le dedicó una incisiva tapa en la que el mandatario aparecía cómodamente sentado, pensativo, luciendo una hermosa campera de cuero, impávido, siempre inalterablemente moderado y ecuánime. El título rezaba: ¿Cuándo asume? Era el reflejo más patético de la imagen de ausencia que proyectaba el líder radical.
Los estilos no son exactamente iguales, pero sí muy parecidos. A Lugo le falta urgentemente una dosis generosa de adrenalina que lo estimule a asumir un protagonismo absolutamente indispensable en una República presidencialista. Lo del sábado pasado fue una clara muestra de su repliegue voluntario. En un día crucial para él y para su gobierno, cuando decidió promulgar la ley que declaró el estado de excepción en cinco departamentos de la República, nadie vio la cara del Presidente. Nadie escuchó su voz.
Una vez más, Federico Franco hizo gala de poseer un refinado olfato político y, en una hábil maniobra, apareció al día siguiente en un programa de televisión denunciando que para el Gobierno el verdadero objetivo del estado de excepción no era concretar la captura de los integrantes del EPP. La actitud del vicepresidente puede ser entendida como una flaca colaboración a la gobernabilidad del país, pero en términos estrictamente tácticos, dio cátedra de oportunidad y construcción de imagen pública. Exactamente lo contrario de Lugo, que todavía parece no comprender que en política los espacios vacíos siempre tienen que ser llenados.
Yo entiendo que el Presidente haya sido un cura de pueblo la mayor parte de su vida. Está claro que si uno hizo algo durante treinta o cuarenta años de manera ininterrumpida, no va a cambiar de la noche a la mañana. Es evidente. Como sostiene un principio fundamental de la filosofía escolástica, “operari sequitur esse”, el obrar sigue al ser. Si uno fue religioso la mayor parte de su existencia, lo lógico es que sus reacciones sean las propias de un hombre de fe, y no las de un hombre de mundo.
Pero hete aquí que ese religioso decidió en un momento dado de su vida incursionar en el ámbito político, y no en cualquier ámbito, sino en el más elevado de los que se puedan considerar: la Presidencia de la República. Por lo tanto, si Lugo pretende mantener el control efectivo de su gobierno, es absolutamente perentorio que se sacuda sus viejos hábitos eclesiásticos y que asuma un protagonismo que podría no ser el más acorde con su personalidad, pero que es definitivamente inherente a la naturaleza del cargo que ostenta.
Es que en el mundo de la política “ser y parecer” son casi una misma cosa. No basta con ser presidente, es preciso parecerlo, demostrarlo, ejercerlo, y eso se hace con algo básico: presencia y palabra. En este sentido, sería muy oportuno que Fernando Lugo aprendiera algo de los colorados y de los peronistas, cuya voluntad de poder se trasunta en todos los ámbitos de la gestión y el manejo administrativo del Estado.
Sería bueno ver a un Lugo vehemente, convencido, que transmita certezas y no que, con una actitud constantemente ambigua, indecisa, indefinida, contribuya a profundizar las dudas que permanentemente asaltan a la sociedad. De otra forma, es difícil imaginar cómo hará para generar las condiciones necesarias destinadas a crear gobernabilidad democrática en el país, y a sustentarse sólidamente en el cargo durante los más de tres años que aún le restan al frente de la Presidencia.
Lugo tiene que asumir plenamente la conducción del país, tomar con decisión las riendas del Estado. Para eso no alcanza con aparecer en actos públicos, aunque ellos se repitan incesantemente a lo largo y ancho de toda la geografía nacional. Se requiere hacer un uso convencido de la palabra, transmitir a los ciudadanos una sensación de dominio de las circunstancias, y no de estar permanentemente atrapado en sus tramposas redes.
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