Un emirato llamado Venezuela
Venezuela está pagando, en escasez y carestía, las consecuencias de ser, o tener, una economía de emirato. Los emiratos son pequeñas entidades geográficas enclavadas en el Medio Oriente, algunos de ellos en la Península Arábiga, otros, cerca de ella. Profesan ellos la religión musulmana, todos hablan árabe y todos pertenecieron al Imperio Otomano cuando éste imperó entre el Mar Negro y el Océano Índico. Todos los emiratos se emanciparon cuando el Imperio Otomano sucumbió a la derrota en la Guerra Mundial de 1914.
Siendo abundosas las características que hemos mencionado, no son ellas hoy lo más importante en la jerarquización internacional de los emiratos. Un emirato que se respete, aparte de ser pequeño en superficie y modesto en población, debe ser monoproductor y monoexportador de petróleo. Si fuéramos a describir, no sin cierto dejo de ironía a un emirato hoy, diríamos que es un pozo de petróleo con un desierto que lo rodea y unos beduinos que lo recorren. Los emiratos, en efecto, sólo producen y exportan petróleo en tales cantidades que les permiten figurar entre los diez primeros exportadores del mundo. Aunque Venezuela no tiene una cultura ni unas creencias islámicas, en todo lo demás es copia “fiel del original” con respecto a los emiratos del Golfo Pérsico. Aquí sólo producimos y exportamos petróleo.
El carácter monoproductor, sin embargo, se ha impuesto de manera completa en los últimos años bajo un gobierno militar que ha hecho del patriotismo de cartilla una especie de culto ancestral. Los gobiernos más patrióticos han sido, por paradoja, aquellos que acentuaron hasta la caricatura el sistema monoproductor y monoexportador de la economía venezolana. Hoy Venezuela exporta petróleo y sus derivados y afines, como el gas, hasta por el noventa por ciento de cuanto envía al exterior. Como no hay anverso sin reverso, la monoexportación conlleva una monoimportación, tan grotesca, que el noventa y cinco por ciento de las necesidades alimenticias del país, perdón, del emirato, se satisfacen mediante importaciones.
Para que un emirato sea perfecto, como lo son Venezuela o Kuwait, el petróleo tiene que alcanzar elevadas cotizaciones en el mercado internacional. Si el barril de crudo no rebasa los setenta dólares, la crisis empezará a morder en los costillares del emirato con pertinacia obsesiva. Si los previos del crudo se estancan en el exterior, aparece una crisis sin tardanza que obliga al emirato, pese a sus ingresos fabulosos, contratar empréstitos en el exterior. No hay en el Tercer Mundo nada tan endeudado como un emirato petrolero. El caso de Venezuela es típico. En la primera década del siglo XXI recibió como setecientos mil millones de dólares por concepto de exportaciones de petróleo y gas, pero la deuda externa, lejos de reducirse, creció con galope de caballo de raza.
El petróleo en los emiratos es como las plantas parásitas en el mundo vegetal. No tarda el petróleo en liquidar cualquiera actividad que no esté ligada a él por relaciones de dependencia o subordinación. Así como las parásitas van secando a la planta a la cual abrazan, el petróleo asalta, succiona y mata a cualquier actividad que no esté referida a él. La agricultura es el caso más significativo de este drama. Cuando los primeros adelantados del imperialismo petrolero irrumpieron en la cuenca del Lago de Maracaibo —eso ocurrió en vísperas de la Primera Guerra Mundial— Venezuela tenía una agricultura próspera en ciertas áreas de su territorio. En 1902 el país alcanzó a ubicarse como segundo productor mundial de café detrás de Brasil y las exportaciones de azúcar refinada, desde los centrales de la misma cuenca del Lago, eran una realidad prometedora. Pero el petróleo empezó a frenar desde los años treinta del siglo XX esa perspectiva de una agricultura de exportación diversificada y próspera.
La primera etapa en el camino recorrido por el petróleo para apoderarse como las parásitas del árbol llamado Venezuela se libró en 1934 cuando, en medio de la crisis universal de 1929, el Estado venezolano debía fijar el tipo de cambio del dólar en nuestro mercado financiero. Dos tesis se enfrentaron. La banca, el gobierno y, en general, todos los círculos del país, auspiciaron, favorecieron e impusieron la sobrevaloración del bolívar. Era favorecer las importaciones y estorbar toda exportación que no fuera petróleo. Desde entonces el bolívar, a pesar de las devaluaciones nominales que a rato se adoptan, ha permanecido sobrevaluado respecto del dólar. Ha sido un bolívar homicida porque mató toda actividad que no sea petróleo y gas. Hoy, Venezuela es un enorme desierto, como Kuwait o Abu Dhabi, interrumpido por las ciudades las cuales viven todas del petróleo.
No estoy exagerando un ápice siquiera. Tome, el que dude, un vehículo en cualquier época del año y viaje a San Antonio del Táchira, por el trayecto sólo verá rastrojos, arcabucos y bosques, muy de vez en cuando una sementera o un cultivo. Si viaja hacia el oriente, a Guayana o al Cajón del Arauca, verá el mismo panorama. Hace días, un compañero de la Embajada cubana en Caracas me preguntó: ¿Dónde siembran ustedes? Le contesté, con toda honestidad, en la pampa húmeda de argentina, en los campos “fechados” de Brasil, en los valles de Nueva Zelanda y en las praderas de América del Norte. Quedó pasmado. Ni siquiera los andinos, que tuvieron por la tierra un culto casi religioso, siembran ahora las altiplanicies que les dio la naturaleza. Las hortalizas y viandas de la comida diaria en el Táchira y en Mérida se traen hoy de Colombia. Si viene la guerra de Uribe y Chávez, en los Andes tendremos que pedir treguas en el combate para ir a Cúcuta a comprar los víveres para los tres “golpes diarios”.
El petróleo lo sembraremos en el infierno pagándole un rédito a Satanás. La quiebra de la agricultura aquí es tan completa que los centrales azucareros refinan un azúcar que viene del exterior…
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