El diseño de la paz
Cuando el 28 de julio de 1914 el Imperio Austrohúngaro declaró la guerra a Serbia, pocos imaginaron que lo que parecía una nueva guerra balcánica se terminaría convirtiendo en la Gran Guerra. Las alianzas entre Gobiernos y Estados se activaron con éxito y los esfuerzos diplomáticos de poco sirvieron, incluso las relaciones familiares entre los reyes y emperadores de las principales potencias enfrentadas fue inútil.
Llama la atención la cantidad de personas que piensan que las guerras se crean para enriquecer a unos pocos. La guerra es pura incertidumbre y entre tanta violencia es cierto que hay gente que se enriquece, pero no menos cierto que la gran mayoría se empobrece, sobre todo si la guerra es total. La planificación de la guerra es un oxímoron que a algunos les ha costado sus fortunas y a muchos más, sus posesiones o su vida. Una apuesta loca en la que casi sin querer hay que tomar partido, aunque sea solamente una posición moral.
Pero toda guerra tiene un corolario, la paz. No hay paz sin guerra, ni guerra sin paz y el intervencionismo de los Estados triunfadores se hace mucho más evidente en ésta que en el conflicto. Toda guerra tiene sus orígenes, reglas y consecuencias, diferentes entre sí. Cada una suele presentar cuestiones éticas y morales novedosas al amparo de su propia naturaleza, del desarrollo de la tecnología, de la estrategia y de las tácticas. La destrucción hace de la paz algo ansiado por aquellos que incluso al principio optaron por posiciones favorables al conflicto, pasando hipócritamente incluso al pacifismo. En periodo de paz, al fin y al cabo, las relaciones son mucho más sencillas o al menos con menor incertidumbre y la riqueza se puede crear, algo que en periodo de guerra es imposible.
La búsqueda de la paz se torna en un ideal, es bandera de muchas organizaciones e individuos, se convierte en principio moral y de esta manera legitima a quien la esgrime. Sobre esta legitimación moral se asientan instituciones estatales e intervencionistas que buscan incrementar su poder. En el caso de las instituciones ligadas al Estado, la legitimación se une al poder que de hecho ya tienen. Pero no todo proceso de paz implica necesariamente una mejora de las condiciones de libertad de la sociedad. En no pocos casos puede suponer un retroceso sobre las condiciones anteriores al conflicto.
La paz de París de 1919 fue uno de los experimentos de ingeniería social más nefastos de la historia de la humanidad y sus consecuencias las estamos pagando aún. Un acuerdo perpetrado por los ganadores de la Gran Guerra que en un acto de arrogancia propia de los grandes hombres de Estado, decidieron acabar con todos los conflictos bélicos del futuro.
Muchos fueron los errores que cometieron, el primero de ellos el fin de la propia guerra. Como el frente Occidental se convirtió en un una línea de trincheras que partiendo de Suiza atravesaba Francia y Bélgica hasta llegar al Canal de la Mancha, los alemanes nunca fueron conscientes en su propio país de los desastres de la guerra y la propaganda imperial impidió que tomaran una percepción real del conflicto. La sensación de traición y no de derrota fue una constante para todos los alemanes, tanto de izquierdas como de derechas, en la posterior República de Weimar cuyo servicio de propaganda también magnificó el montante de las compensaciones así como su efecto sobre la población.
La Gran Guerra supuso la desaparición de buena parte de los imperios que participaron en ella. Al paraguas de los Catorce Puntos del presidente americano Woodrow Wilson, los nacionalismos tomaron protagonismo frente a los individuos y los estadistas se dedicaron a reubicar las etiquetas que ellos mismos habían creado.
El Imperio Austrohúngaro se convirtió en una multitud de estados que se presentaron como víctimas en París, dejando a Alemania como “único” culpable de la guerra. El Imperio Otomano se convirtió en una República y buena parte de su territorio pasó a manos de las potencias ganadoras en forma de dominios y colonias. Británicos y franceses estaban más preocupados por defender los intereses de sus respectivos imperios, ya en decadencia, o en el caso galo, de vengarse de su vecino del este por hechos pasados como la Guerra Franco-Prusiana, que de intentar parar el idealismo intervencionista de uno de los peores presidentes americanos. Japón se benefició de la descomposición del imperio alemán, pero sobre todo dio alas al militarismo que le llevó a una expansión territorial por toda Asia.
La necesidad de crear entidades nacionales y estatales que incluyeran sociedades lo más nacionalmente puras generó un serio problema de minorías y de nacionalidades despechadas en Europa. Los judíos fueron excluidos del puzzle mientras que los armenios, masacrados por los turcos, simplemente fueron olvidados. El Imperio Ruso dio paso a la Unión Soviética tras unos años más de una guerra civil que provocó más muertes que toda la Gran Guerra. El antisemitismo, una lacra en toda Europa, aglutinó gran parte de la derecha y la izquierda en Alemania, y permitió, junto al nacionalismo germánico, el ascenso al poder de Adolf Hitler.
Casi todas estas entidades nacionales terminaron adoptando unos sistemas fuertemente estatalizados, mucho más férreos que los Imperios a los que sustituyeron, con el nacionalismo o la lucha de clases como religiones laicas. La era del Estado Totalitario había nacido a la sombre del idealismo de unos políticos que pensaron que con una regla, unos mapas y voluntad se podía encontrar el Paraíso en la Tierra. Esta vez, el sueño de la razón sí que había creado monstruos.
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