El balance Estado-mercado (II)
(Puede verse también la Parte I de este artículo)
A mis comentarios del jueves pasado, Mario García Lara, después de agradecérmelos, hizo los siguientes: ”El Estado existe, eso es un dato. Un punto que quise resaltar en mi columna es que su intervención en la economía debe darse solamente si está justificada desde el punto de vista de la eficiencia y la sostenibilidad. Martín Vega, como ciudadano, debe exigirle al Estado tal justificación; y como empresario debe tomar en cuenta los costos que la regulación estatal entraña. Su otra opción es irse a otra galaxia, donde el Estado no exista.”
No puedo dejar pasar la ocasión de conversar, por este medio, con Mario. Es muy probable que estemos en desacuerdo en algunas cosas, pero sé que compartimos otras y, sobre todo, creo que para los lectores de este diario es de interés que intente continuar este intercambio. Si así le pareciera a Mario, todavía mejor.
Creo que sus observaciones implican, por lo menos, un par de cosas: una, que las personas no tienen más opción que enfocar su vida a partir de una realidad inamovible: el Estado; otra, que la existencia humana presupone un cierto nivel de regulación estatal mínimo, pase lo que pase.
Empero, la realidad nos demuestra que el Estado depende de las personas y no al revés. En el contexto de nuestro intercambio de ideas, son millones los guatemaltecos que viven en el ámbito de la economía informal. Unos parcial, otros totalmente. Los funcionarios que dirigen los poderes del Estado hacen los esfuerzos que pueden para que, por ejemplo, todos los empleadores paguen por lo menos el salario mínimo, cubran la totalidad de las prestaciones legisladas y contribuyan a la seguridad social; sin embargo, la mayoría de empleadores de Guatemala no procede así. Ignoran al Estado.
Es probable que algunos de esos empleadores hayan decidido operar en la informalidad, simplemente, por principio. Serán, seguramente, una pequeñísima porción. La mayoría desarrolla su actividad empresarial en la economía subterránea, sencillamente, porque la formalidad es demasiado cara para ellas. Sin irse a otra galaxia, opta por no cubrir su coste. Martín Vega, mi personaje imaginario, descarta el lanzar su fábrica de chunches, quedándose en el empleo que tiene.
Los funcionarios que dirigen los poderes del Estado pueden promulgar legislación, emitir reglamentos o implementar las políticas públicas que quisieran, pero eso no significa que serán cumplidas u observadas por la generalidad de los habitantes; ni siquiera por la mayoría.
Los costes de las regulaciones estatales, suponiendo que se justifiquen de acuerdo con criterios como los que Mario describía en su artículo del martes antepasado, tienen que adecuarse a la realidad, so pena de que vastos sectores de la sociedad ignoren dichas regulaciones y operen en la informalidad económica. Es, pues, el marco regulatorio el que debe acoplarse a la realidad y no al revés.
Por último, tanto esa realidad como dicho marco regulatorio son cambiantes. Cuando la economía crece y los ingresos de la generalidad de los habitantes del país mejoran, cabe la posibilidad de considerar la promulgación de regulaciones económicas que, en ese caso, pueden absorberse y además con fruto. Pero no debe olvidarse que los Martín Vega de este mundo, siempre harán sus estimaciones.
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