Turista en Cuba
Venir a Cuba es inocularse con el virus del cinismo. A la vena.
Desde el mismo aeropuerto te reciben omnipresentes los letreros, los libros, las canciones, las fotos y los uniformes que recuerdan la romántica leyenda del comienzo del mundo en el que estás entrando (porque la Cuba castrista es, como las civilizaciones antiguas, una sociedad creada sobre un mito original): el de los jóvenes guerrilleros desembarcados del corajudo barquito en el que casi no llegaron desde México, a iniciar su revolución contra una dictadura corrupta para instaurar en Cuba el reino de la igualdad, de la solidaridad, de la humanidad. Y suenan los parlantes: "con tu querida presencia, comandante, Che Guevara''.
Hasta que llegas al hotel y empieza a hacer patente, hasta volverse grotesco, lo que venías sospechando en el camino por el estado de las construcciones debajo de los letreros. Porque en estos sitios no se hospeda jamás un cubano, que el sueldo promedio equivale a 25 dólares mensuales y eso no alcanza en ninguno de los hoteles de la isla más que para algo más que dos almuerzos. Dos almuerzos que, por otro lado, estarán llenos de ingredientes que, como la internet, los carros posteriores a los 50, o las aspirinas, con difíciles excepciones, sólo pueden conseguirse acá, o en las tiendas donde compran los altos mandos y los diplomáticos, en «cucs'', la moneda inventada para los turistas y privilegiados en Cuba por el último régimen con apartheid del mundo.
Entonces sales a caminar por la ciudad y descubres el capitalismo más salvaje del planeta. No hay nada que, en voz baja, no esté en venta para quien tenga cucs: incluyendo los cuerpos de casi todos las/los cubanas/os que se te acercan incesantemente en la calle a ofrecerte, también, puros, cuartos, sombreros, ron, y a sus hermanos y hermanas mayores y menores. No hay quien no busque el momento a solas para pedirte algo, ni siquiera las cuidadoras de las salas de esas casonas semi vacías que pasan por museos en La Habana, que de algo también tienen que comer: te sientes como un recién desembarcado en una isla donde todos son náufragos. Y claro, si la carpeta de racionamiento mensual alcanza sólo para 10 días y el sueldo promedio es lo que es, hay que ver quién les tira la primera piedra.
La cosa es que resulta siendo La Habana, y no Nueva York, la ciudad en la que no puedes caminar tranquilo por culpa del comercio. Acá nadie, absolutamente nadie –y hemos recorrido 600 kilómetros de la isla recogiendo cubanos que hacían autostop– no tiene su negocio paralelo para llegar al fin de mes. Con lo que el fracaso del sistema que prohíbe el negocio propio te salta a la cara en cada cubano que encuentras. Y tú no entiendes cómo sigue la familia real reinando, pero se te hace más fácil cuando ves las casas donde viven en Miramar los del partido y todos los silvios y los pablos, y cuando te encuentras por todos lados a un pueblo amodorrado que hace 50 años no tiene incentivo alguno para esforzarse en producir ni crear nada. Y al final lo único honesto en toda la isla parece ser la respuesta que, dice la chispa cubana, dan los niños habaneros cuando se les pregunta qué quieren ser de grandes: "turista''.
El autor es periodista peruano.
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