Teoría del antisemitismo

El Periódico, Guatemala
En la Universidad Autónoma de Madrid estuvieron a punto de linchar a dos israelíes invitados a un debate. Salieron escoltados por la Policía mientras una turba golpeaba su coche. Otra de las universidades españolas está muy preocupada porque un tercio de los invitados a presentar ponencias en un congreso internacional de Matemáticas tiene apellidos judíos. Temen protestas. Los organizadores al desfile anual del Orgullo Gay madrileño este año excluyeron a la delegación israelí. Es más fuerte el antiisraelismo, disfraz progre del antisemitismo, que compartir los mismos enemigos homófobos.
¿Qué sucede? Algo que persigue al pueblo judío hace 2 mil años: ciertos poderosos grupos sociales toman el antiisraelismo como instrumento para expresar rápidamente su identidad. Hoy a la mal llamada progresía, que admira el modelo de desarrollo de los pueblos que menos progresan, le basta con enroscarse al cuello una bufanda palestina y gritar consignas contra Israel para que todos sepan que suscribe el ideario de la izquierda. El antiisraelismo es, pues, un póster, un tatuaje, una declaración sin apelativos, un sucedáneo de la ideología.
Temo que siempre fue así. Dado que el cristianismo surgió como un pleito entre judíos librado en las sinagogas del Medio Oriente, hasta que los cristianos renunciaron a sus orígenes y crearon una religión separada y universal, quienes acabaron derrotados y perseguidos fueron los judíos. En los siglos romanos IV y V se demostraba la adhesión al César y la lealtad al Estado con el antipaganismo o el antijudaísmo.
Las tribus germánicas que, en cierta medida continuaron la tradición romana en Europa occidental, aprendieron la lección: ser antijudíos servía como señal inequívoca del cristianismo que, a partir del siglo VI, asumirían como muestra de la romanización que habían experimentado. Dictaron entonces normas antijudías para complacer al Papa, que duraron un milenio: exclusión, guetos, castigos crueles. En el 711, cuando los árabes invaden y dominan a España, reino controlado por los visigodos, ya preparaban la expulsión de los judíos.
El Medievo fue muy cruel. La malvada acción de los judíos servía para explicar plagas, hambrunas y catástrofes entonces incomprensibles. Culparlos era mostrar solidaridad con las víctimas. Era lo bueno. Francisco de Quevedo, el gran prosista español del siglo XVII, no era un reaccionario por su antisemitismo. Lo progre en aquella época contra la injusticia, era señalar a los judíos como responsables de calamidades y hechicerías.
Y la tradición siguió. Combatir a los judíos en el siglo XIX, cuando surgieron las naciones-estados, subrayaba el nacionalismo. Cien años después, fascistas y nazis lo incorporaron a sus ideologías. ¿Cómo no extirpar de la tierra a estos elementos, culturalmente ajenos a la pureza racial y siempre dispuestos a traicionar a la patria?
En nuestros días ya no es elegante utilizar el argumento biológico o racial (salvo en medios islámicos radicales), pero queda el subterfugio del antiisraelismo. Un progre, que permanece inmutable cuando Sudán asesina 50 mil personas, se indigna ante el lamentable incidente de la flotilla en el que murieron 10 activistas mahometanos. ¿Por qué ese doble rasero? Porque protestar contra Sudán no define ni perfila la identidad. No es útil. Ese servicio, en cambio, lo prestan los judíos estupendamente desde hace 2 milenios.
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