¿Desplaza el fútbol a la guerra, la camiseta a la bandera?
(Puede verse también El Mundial de Fútbol y la pandemia nacionalista por Gabriel Gasave)
Durante milenios la guerra fue tenida, siguiendo a Aristóteles en La política , como el desafío final capaz de poner a prueba la suerte de una nación. Era en la secuencia incesante de los enfrentamientos armados, en efecto, donde nacían y morían los imperios.
En un tiempo tan lejano como los comienzos del siglo V antes de Cristo, los griegos resistieron victoriosamente al imperio persa en las Guerras Médicas. Con ellas comenzó la historia de Occidente, una trayectoria que Hegel interpretó en sus Lecciones de filosofía de la historia como la marcha ascendente de la libertad. Después de incontables guerras y batallas, la larga lucha de Occidente culminó a fines del siglo XX, más precisamente en 1989-1991, cuando Estados Unidos y sus aliados doblegaron al totalitarismo soviético, poniendo fin a la Guerra Fría. Si pensamos en San Martín y en Urquiza, nuestra propia historia avanzó a través de las confrontaciones militares que los tuvieron por protagonistas, gracias a las cuales los argentinos conseguimos primero la independencia y después la Constitución de 1853, la Constitución de la libertad.
También durante milenios, por eso, se había dado por seguro que cada generación tendría su guerra. De ahí que en gran parte de su desarrollo tanto la historia de Ocidente como la historia de la Argentina bicentenaria hayan tenido un perfil épico. Pero hechas de gloria y de sangre, y pese a estar acompañadas por las "muertes militares" que cantó Borges, las guerras fueron agotando a la humanidad porque siempre traían consigo, como subrayó Churchill, "sangre, sudor y lágrimas". Dos colosales novedades vinieron a regar entonces la verde planta del pacifismo. Una de ellas, la fatiga de grandes naciones guerreras como Francia, Alemania y Japón. Los franceses experimentaron el inmenso costo humano de la guerra en las crueles trincheras de la Primera Guerra Mundial. Los alemanes y los japoneses dejaron de ser guerreros para convertirse en comerciantes a consecuencia de los terribles estragos de la Segunda Guerra Mundial. Sólo los norteamericanos, los ingleses y los israelíes conservan hoy en Occidente, éstos urgidos por el cerco que los ahoga, el antiguo espíritu bélico. Pero ellos ya no resultan la regla sino la excepción si también se tiene en cuenta que nuestra América latina abandonó, desde la cruenta guerra del Paraguay en la segunda mitad del siglo XIX, el masivo recurso a las armas.
Al influjo de esta memoria colectiva de nuestra civilización vino a sumarse el negro vaticinio que trajo consigo la amenaza nuclear, cuando por más de cuarenta años la subsistencia de la humanidad dependió de que alguien estuviera tan asustado o fuera tan irresponsable como para apretar el botón del Apocalipsis. Pero en tren de superar esta dramática instancia, al borde ya del pacifismo por sus recuerdos y por sus temores, ¿adónde volcarían los seres humanos los cuantiosos excedentes de testosterona que aún los siguen apremiando? Un impensado protagonista ha aparecido al lado de esta pregunta crucial: nada menos que en el deporte.
El grito que nos une
Los griegos, que nos han enseñado tantas cosas desde el teatro hasta la filosofía, también despertaron en Occidente el horror a la guerra y por eso cada cuatro años celebraban los Juegos Olímpicos, en cuyo transcurso competían en vez de matarse. Pero esta genial iniciativa era apenas un descanso, un recreo, en medio de sus innumerables batallas. Hoy, asimismo, los Juegos, así como los campeonatos mundiales de fútbol, se despliegan cada cuatro año, pero esta vez indican, más allá de un fugaz reposo del hábito bélico, el advenimiento de una nueva cultura universal a través de la cual las naciones se esfuerzan por ganar la paz.
Parecería que pretender la sustitución de la gloria y la sangre de antaño por la exaltación de las pujas deportivas responde a una motivación pueril. Se dice entonces, después de una victoria futbolística y sobre todo después de una derrota, que no deben exagerarse las tribulaciones de lo que no es, al fin, nada más que un juego.
Hay quienes han analizado más aún el fútbol como una nueva versión del "opio de los pueblos" que Marx adjudicó, en su tiempo, a la religión. A esta concepción respondió por ejemplo el brillante ensayo de Juan José Sebreli La era del fúbol , publicado en 1998. ¿Pero no será que, como alguna vez le dijo Mitre a Roca, "cuando todo el mundo se equivoca, todo el mundo tiene razón"? Seguramente, Sebreli será uno de los escasísimos argentinos que no miraron el partido de ayer contra Nigeria. ¿Pero no habrá entonces algo más, mucho más, que un mero juego o un mero escape en la pasión concurrente que experimentamos ayer millones y millones de argentinos al seguir los trebejos de nuestra selección, una pasión que también experimentaron o experimentarán miles de millones de personas que siguen a otros equipos en el resto del planeta?
Es que hay un sentido místico, casi religioso, en ese momento supremo del fútbol, cuando una multitud siente al mismo tiempo, en el mismo instante, la dulce o amarga sensación de un gol. ¿No quiere decir algo más allá del fútbol que él nos brinde, a quienes venimos de las más distintas preferencias, esta sorprendente vivencia de la unanimidad? ¿Qué late en el fondo de la conciencia colectiva cuando todos vivimos una idéntica sensación? ¿Sólo el entretenimiento de un juego o la aguda conciencia de que formamos parte de una misma nación? Los guerreros que nos precedieron, ¿no sentían algo similar cuando cargaban detrás de una bandera? El fútbol tiene la ventaja adicional sobre los demás deportes de que la escasez del gol lo transforma en un estallido inolvidable. ¿No será que en este tiempo en que las impulsiones de la unidad casi nos han abandonado, la camiseta se ha convertido en el sustituto emocional de la bandera? ¿No es en torno de aquella que ahora nos reconocemos mutuamente como los miembros de una misma nación?
El vuelo de las aves
Es que no somos seres exclusivamente racionales sino también "animales racionales" como decía Aristóteles, hechos de carne y de razón. "Hay más cosas en el cielo y en la tierra, le advirtió Hamlet a su amigo Horacio, que las que sueña tu filosofía". Cicerón definió alguna vez a la República Romana como "el Senado y los auspicios", esto es, como la razón y los augurios, presuntamente irracionales, que los sacerdotes vislumbraban en el vuelo de las aves. Los partidos del Mundial darán lugar a innumerables comentarios eruditos, pero también enviarán a los argentinos nuevos augurios. Aun los más intelectuales entre nosotros, ¿podrán sustraerse en los días que siguen al pálpito, a la sensación inexplicable pero real de que los dioses están mirando?
En este sentido, nuestros jugadores exultantes o atribulados serán para nosotros como las aves cuyos vuelos fascinaban a los romanos. Otras batallas incruentas, sin duda, nos esperan. Las ganaremos o las perderemos, pero en el triunfo o en la prueba nos acompañará la renovada sensación de la unidad nacional que aguarda después de esta toma de conciencia.
Por ello desde ahora será necesario, además de condenar a quienquiera pretenda apropiarse indebidamente de nuestro destino después de cada gol, acompañar esta condena con la convicción de que estamos llamados a hacer algo importante, algo grande, juntos, más allá de las mezquindades cotidianas. Ha llegado la hora de tomar ventaja de este impulso quizás irracional que sea capaz de ponernos en la ruta de una acción convergente hacia la plenitud republicana y democrática que todavía nos espera.
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