El atrasismo
Ideas – Libertad Digital, Madrid
Existe el reaccionarismo como forma extrema de conservadurismo frente a cualquier clase de cambio. Existe el conservadurismo, moderada y gradualmente reformista. Y existe el atrasismo, la pretensión de la que la humanidad retroceda: por extraño que parezca, resulta ser de izquierda. En esto ha devenido el progresismo.
Partiendo de la idea de izquierda reaccionaria, que desarrollé en una obra de ese título publicada en 2003 y que muy pronto estará disponible en internet, cabría definir el atrasismo como utraizquierda reaccionaria o izquierda utrarreaccionaria. El progre, que es la encarnación de esa forma de ignorancia extrema –y que se ha visto perfectamente representado estos días por uno de los personajes salidos del Mavi Marmara, que apareció en la tele con su kefiá, su ropa de seudocamuflaje y su barba de unos días, jurando que él y su ONG iban a demandar al Estado de Israel por no sé cuántas cosas y mencionando de paso "el Estado español"–, ya no pretende una elaborada revolución que conduzca al hombre desde su degeneración histórica actual al paraíso primario y rousseauniano del buen salvaje inocente, sino que aspira únicamente a que la sociedad contemporánea retrograde.
El ultraizquierdista reaccionario es un fanático, en el sentido que Santayana daba al término: un hombre que, habiendo perdido de vista los fines, se dedica furiosamente a los medios (cito de memoria). Por eso se acerca a las sociedades atrasadas, a las que él ve como paradigma de los resultados del capitalismo, con el amor y el rigor de un redentor. No sólo porque su idealismo ético y su antropología celestial funcionalista le llevan a amar a los pobres sin la menor aspiración a convertirlos en miembros de la despreciable clase media, sino, al menos a menudo –no digo que sean todos los casos–, porque los pobres más o menos conservados son un excelente negocio. Hace poco cité, sin recordar la fuente (sí sé que la leí en un artículo de Carlos Rodríguez Braun), una definición excelente de la cooperación internacional (antiglobalizadora): "Se trata de quitar dinero a los pobres de los países ricos para dárselo a los ricos de los países pobres". Ahora me he encontrado con un internauta que la completa: "… creando, de paso, algunos ricos nuevos en los países pobres", sin referirse a un éxito parcial de su gestión, sino a los prósperos cooperantes que llegan con una mano bondadosamente delante y otra bondadosamente detrás a un país atrasado y, el día menos pensado, encuentran un filón; también es cierto que los que no se van como cooperantes a vivir a la selva pero dirigen las ONG que los envían medran sin que les tiemble el pulso.
Desde luego, un tipo que tiene tiempo de ponerse el disfraz y aprender un lenguaje que incluye expresiones como "Estado español" para irse de excursión a Gaza, donde Hamás se encarga como un buen curador de museo de mantener el atraso, no posee más fuente de ingresos conocida que la que le proporcione su ONG. Es lo que Lenin y Malraux llamaban un "revolucionario profesional". Glosa de Malraux en La condición humana, o de Carpentier en El siglo de las Luces (novelas enormes ambas y, en muchos sentidos, intercambiables), y que también cito de memoria: "Aquel que ha trabajado en hacer revoluciones ya no puede dedicarse a otra cosa".
Curiosamente, ninguna de las muchas revoluciones actualmente en marcha mira hacia el porvenir. Las utopías contemporáneas no se sitúan en el final de la historia, sino en algún punto del pasado bastante remoto: los tiempos del Profeta o los precolombinos, por poner sólo dos ejemplos –sin duda, el comienzo de esta querencia por el pasado se puede situar en la Revolución Cultural maoísta o en la Camboya de Pol Pot–. Estos mozos, los progres, no quieren falsas democracias de modelo occidental, sino sharia o leyes quechuas o aymaras: Evo Morales les da la razón y restaura la legalidad originaria –vaya uno a saber qué es eso, si el mismo presidente lleva un apellido español–. Ya en 1992, un delegado indígena boliviano de los muchos que vinieron a España subvencionados por organizaciones antisistema –que, para el caso, eran anticentenario– lo expresó con claridad: "Nuestro futuro es nuestro pasado". Y los simpatizantes de esas posiciones son, como escribe Carlos Alberto Montaner, "gentes que, paradójicamente, admiran el modelo de desarrollo de los pueblos que menos progresan".
Para colmo, los economicistas puros se dedican a elogiar el desarrollo de la India, que no es tal, sino crecimiento; un crecimiento que sólo es posible por las condiciones del trabajo, que no corresponden a una sociedad desarrollada. Todavía el dinero que algunos indios manejan no alcanza para liquidar en la realidad el sistema de castas ni las discriminaciones sexuales y religiosas: musulmanes e hindúes se matan entre sí todos los días, salvo aquellos en que se distraen del ejercicio para salir a matar cristianos. Ni qué decir de la economía de plantación industrial de China, con trabajo semiesclavo. Y de la perpetua alabanza del gobierno de Lula, que no ha resuelto en modo alguno el problema de la distribución de la riqueza en un país que puede servir a los inversores por muchas razones, pero que sigue siendo enormemente peligroso: el anterior presidente, Henrique Cardoso, había dejado un legado importante, el de la reducción del analfabetismo en un 34%, del que no se han vuelto a tener noticias. Lula está tan cerca del universo islámico como Chávez.
Al progre ultra le encantan estas cosas: que los países atrasados crezcan más que los desarrollados demuestra que Occidente está podrido. Lo estuvo siempre, según ellos, porque hicieron su riqueza explotando a los no occidentales: ni se les pasa por la cabeza la posibilidad de que Occidente haya podido dominar países pobres precisamente porque ya era rico. Y el país pobre lo es siempre por culpa del extranjero codicioso, jamás por circunstancias, personas, clases o leyes propias dedicadas a perpetuar el atraso. Tampoco se hacen preguntas acerca de cosas tan obvias como la evolución de Australia, el progreso científico de Israel o la condición exportadora de un Japón al que el territorio se lo ha negado todo. Por eso arrojaron pintura o piedras sobre el coche policial en el que hubo que evacuar de la Universidad Autónoma de Madrid al judío israelí Eytan Levy y después se fueron a beber un vaso de agua –el pogromo cansa– potabilizada por obra y gracia de la tecnología desarrollada por el hebreo al que acababan de agredir.
El progre ultra, el atrasista, no quiere saber nada de esas cosas. En realidad, no quiere saber. Es demasiado esfuerzo. Creen tener un pensamiento pero sólo poseen unas cuantas ideas-basura y un way of life violentamente pacifista. Ya no se acercan a los tanques con unos claveles para meterlos en los cañones, entre otras cosas porque prefieren olvidar aquel Portugal revolucionario que, felizmente, fracasó.
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