El Salvador: Reforma y renovación
Nunca más que hoy se evidencia la decadencia de nuestro sistema político. No se trata, como la visión simplista partidista trata de hacer ver, de un problema de quien ejerce el poder. Se trata de los incentivos que el sistema político actual crea y a los cuales los individuos que ejercen cargos públicos reaccionan en el proceso de la toma de decisiones públicas.
Pues si el resultado de este proceso político es uno que no solo no satisface las necesidades de la ciudadanía, sino que está creando una situación cada vez más caótica para el país, no se puede decir que el sistema está respondiendo a tales necesidades o deseos de las mayorías electorales. Entonces pareciera que hay una incongruencia en el proceso democrático, por lo cual hay que analizar y entender por qué dicho proceso ha dejado de responder a las necesidades públicas.
Pero el problema va más allá de este cortoplacismo en cual se basa actualmente el desarrollo de políticas públicas. Este fenómeno causa una inestabilidad que se traduce más allá del escenario político a la vida cotidiana de los ciudadanos. Si las “reglas del juego” se pueden cambiar constantemente como respuesta a las necesidades electoreras de funcionarios públicos, no hay forma de tener previsibilidad en ningún otro ámbito de la vida social. Sin previsibilidad en el curso de las acciones humanas, el inmediatismo reina, lo cual significa que todos buscarán el mayor provecho posible en el corto plazo sin consideraciones de las repercusiones que esto pudiera tener al largo plazo. No existe razón de sacrificar en el presente, de ahorrar, de invertir, de fomentar relaciones sociales y responsabilidades comunes a largo plazo, pues el largo plazo se vuelve incierto y altamente riesgoso.
En consideración de todo esto, fuera peor error concluir que el problema se encuentra en el sistema democrático en sí, y de esta manera abogar por una mano fuerte “benévola” en el ejercicio público. La idea de benevolencia en el gobernar es un mito, ya que hasta los funcionarios públicos de más alto rango son humanos, y como el resto de nosotros, son susceptibles a sucumbir a las permanentes presiones y tentaciones que los rodean. Entonces, la necesidad de previsibilidad hace necesario un programa de reformas institucionales y constitucionales que limiten el rango de acción del ejercer público. Más que solo un acuerdo fiscal, de lo cual se oye hablar mucho, nuestro país necesita un acuerdo político que redefina a largo plazo las razones del poder público y limite de forma sólida y permanente las funciones de cada poder del Estado, de esta forma contrarrestando los incentivos al cortoplacismo.
Siguiendo este mismo argumento, es poco probable esperar que este ímpetu reformista surja de aquellos actores con larga trayectoria en el ejercicio del poder. Como dice la celebre frase de Lord Acton, el poder corrompe, y es difícil creer que aquellos que se han desarrollado profesionalmente en este contexto de beneficios, manipulaciones y demagogias, sean quienes renuncien a sus ambiciones y concedan limitar su propio poder. Por esto es que tienen que ser nuevas generaciones de políticos, funcionarios y activistas los que vayan pujando por tal programa reformista, y el electorado quien les vaya abriendo oportunidades a aquellos que apoyen las banderas de reforma y renovación.
- 23 de enero, 2009
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