El americano asustado
El Periódico, Guatemala
Hay algún legislador norteamericano empeñado en proclamar en Estados Unidos el derecho de sangre (ius sanguinis) y renunciar al de suelo (ius soli). El propósito (no declarado) es proteger la supremacía cultural y demográfica de los “anglos” frente al aluvión de inmigrantes. De acuerdo con su propuesta, sólo serían ciudadanos norteamericanos con plenos derechos los hijos de padre o madre de este origen, como sucede con los alemanes, españoles o italianos. La propuesta no llegará a ninguna parte. Contradice la decimocuarta enmienda de la Constitución y es casi imposible derogar o modificar lo que esta dispone: es americano el que nace en Estados Unidos o se naturaliza. Pero el hecho de hacer ese planteamiento describe el ánimo de una parte sustancial de los estadounidenses: sienten que el país que conocieron se les escurre entre los dedos.
No hay nada sorprendente en la actitud de estos asustados americanos. Todas las sociedades tienden a la uniformidad e intentan preservar el perfil con el que construyen los estereotipos y elaboran sus mitos. Los tea parties, esas manifestaciones de indignación general de ciudadanos blancos que defienden la idea de un Estado pequeño y fiscalmente responsable, donde se preserven las libertades individuales, de manera indirecta son también la expresión nostálgica de aquella América dulce y tranquila.
El argumento nacionalista se lo escuché a un enardecido televidente norteamericano: Estados Unidos está en peligro por la natural falta de patriotismo de hordas de inmigrantes sin vinculación emocional con el pasado americano. ¿Qué podían significar para ellos la guerra de independencia, los “padres fundadores”, la bandera de las barras y las estrellas o un himno que no cantaban porque no hablaban el idioma?
El americano asustado no entendía que aquellos “padres fundadores” crearon una República basada en instituciones de Derecho que apenas tenía contacto con la idea de una nación. Más que con un “americano”, Madison y Adams soñaban con un “Republicano”. Un ciudadano que se juntara a sus semejantes por la subordinación de todos al imperio de la ley. La verdadera lealtad de los ciudadanos en una República o en un Estado de Derecho, no es hacia los símbolos patrios o históricos, sino hacia los principios e ideas que dan sentido y forma a la sociedad. Si mañana cualquier grupo que aborrece el respeto por las libertades individuales, se apodera del gobierno en Wa-shington, lo patriótico sería rechazarlo y combatirlo porque la República fue creada precisamente para mantener la vigencia de estos derechos personales.
Es cierto que los inmigrantes no pueden percibir a la Nación norteamericana con la misma carga emotiva de quienes se sienten parte de su historia mítica; es verdad que a los descendientes de esclavos, cuyos antepasados eran explotados por los padres fundadores, también suele estarles vedada esa emoción primaria, pero la República es otra cosa distinta. Más racional y hermosa: esa es la verdadera casa de los inmigrantes. La gran ironía es que ese vínculo de los inmigrantes con el nuevo país de adopción está mucho más cerca del espíritu de los padres fundadores que en 1787 redactaron la Constitución que el que anima al americano asustado de nuestros días. La historia está llena de paradojas.
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