Campos rusos
Por David Gallagher
Estuve en Yasnaya Polyana por primera vez en 1993. Era febrero, y el campo, a 200 kilómetros al sur de Moscú, en que Tolstoy escribió sus grandes obras estaba cubierto de una espesa ca-pa de nieve. Recuerdo haber caminado por un bosque muy ruso, un bosque de abedules, hasta llegar a un claro donde en la nieve sobresalía, apenas, un pequeño montículo. Era la sobria tumba del novelista. Me acompañaban dos rusos. Nos conmovió la simpleza de la tumba. Parecía tan obvio como tan poco común constatar que un gran hombre no necesita un gran monumento.
Volví a Yasnaya Polyana a fines del mes pasado. Emprendimos la ruta por el mismo sendero hacia la tumba. Pero ahora los árboles no eran los mismos. No eran los abedules que les había prometido a los amigos con que iba: ¡eran robles! Es cierto que en el invierno no tenían hojas, pensé, intentando mitigar mi burda equivocación. Pero tratándose de abedules, la excusa es mala, porque no hay árbol más fácil de reconocer por su tronco rubio y flaco. Me sentí como Juan Ramón Jiménez cuando, en una caminata, Valle Inclán lo increpa por no reconocer en un arbusto los rododendros que celebra en su poesía.
Tal vez quise ver abedules donde había robles por querer pensar que Tolstoy estaría enterrado en el más ruso de los bosques. Después de todo, del portón de entrada a su propiedad corre hacia la casa grande una gran avenida de abedules, por la que él caminaba todos los días. Además, felizmente no hay nadie como Tolstoy para entender que uno finalmente ve los árboles que quiere ver.
Es lo que le ocurre al Príncipe Andrei, en “La guerra y la paz”, cuando ve un roble viejo camino a Otradnoe, la finca de la familia Rostov. A pesar de que ya es primavera, al roble no le ha salido una sola hoja. Andrei ve en este árbol viejo y enjuto, este “monstruo viejo, amargado y despectivo”, el reflejo de su propia alma, desilusionada después de los horrores de la batalla de Austerlitz. En ella, él había yacido, herido, en el campo de batalla, y de allí había contemplado el enorme y sublime cielo, entendiendo por primera vez su propia insignificancia, y lo absurdo que había sido su afán de ser él un Napoleón ruso.
Unos días después, cuando ya viene regresando de Otradnoe, Andrei pasa de nuevo por el mis-mo roble y lo ve lleno de hojas y se da cuenta de que la vida no termina a los 31 años, y que el roble ahora con el vigor de sus hojas verdes refleja lo feliz que él está. ¿Qué le ha pasa-do entremedio? Andrei ha estado con la joven Natacha Rostova y ella, llena de vida, le ha dicho que quiere volar al cielo. Coquetamente, ha doblado y apretado sus rodillas y levantado sus brazos para mostrarle cómo haría para despegar hasta llegar a las estrellas. En suma, Andrei se ha enamorado.
Cuál de estos robles será el de Andrei, le pregunto a Youlya Vronskaya, nuestra inteligente guía de sólo 22 años que trabaja a tiempo completo en Yasnaya Polyana. Ella me dice que no cree que hubiera un roble en particular. Me acuerdo que cuando paseaba por acá la vez pasada, los rusos me decían que ya no se leía mucho a Tolstoy, que preferían a Dostoievsky, por ser más ruso. Me pongo a pensar en las diferencias entre los dos novelistas. Son inmensamente distintos, claro, como lo son dos seres humanos. Escriben distinto: en Dostoievsky hay un lenguaje efectista, mientras que en Tolstoy la palabra es diáfana. Como decía George Steiner, no vemos las palabras que describen al roble de Andrei; vemos sólo el verdor de cada hoja que le ha brotado. Pero Dostoievsky y Tolstoy comparten algo muy ruso: un enorme corazón. En las escenas más impactantes de ambos, triunfa el corazón sobre la mezquindad, la hipocresía, el cálculo, la vanidad.
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