Venezuela: El escándalo de la realidad
“La revolución no es la barricada…”. Ortega y Gasset
Afirma Ortega y Gasset que el radicalismo político no es una actitud originaria, sino más bien una consecuencia del radicalismo del pensamiento. Y tenía razón. Todo lo demás son solamente excusas que ambientan esa pasión especialmente desordenada y peligrosa.
Napoleón Bonaparte todavía fue más crudo cuando con sorna dijo que había sido la vanidad la verdadera partera de la revolución; la libertad fue sólo el pretexto. Me atrevo a complementar al genio militar diciendo que la libertad en manos de los radicales es siempre la excusa para arrebatarnos al resto cualquier significado práctico de esa libertad que con tanto apasionamiento dicen defender. Radical es aquel que no duda en usar incluso la violencia para que el cuerpo social se amolde, cueste lo que cueste, a la cuadrícula de conceptos que una razón enfebrecida ha forjado. De esa urdimbre tratan los fundamentalismos de siempre, también el que a nosotros nos ha tocado sufrir en suerte. Para los radicales la realidad es un aspecto que estorba. Estorban los resultados concretos, pesan las ineficiencias, y molestan intensamente la realidad humana. Para el racionalista, una política de realidades es incluso inmoral.
La moral revolucionaria siempre está pendiente del escándalo que les produce la realidad. Simplemente no la soportan. No soportan por ejemplo que el pueblo no tolere siquiera pensar en despojarse de su espíritu propietario; tampoco que la gente no se convenza que “ser rico es malo” o que importa menos el designio manifiesto de los pueblos irredentos que la prosperidad personal y la calidad de vida de los semejantes. Los radicales simplemente no entienden por qué la vida no se amolda a sus designios, a ese deber ser que según ellos debería ser omnipotente. Los radicales tampoco entienden que su gran limitación, la inmensa ceguera que los torna violentos a los ojos del resto es que transitan los nebulosos espacios de las utopías cuyo único y fatal destino es el fracaso.
El fracaso es un resultado adverso. Es la realidad transformada en situaciones inabordables. Es malogro, esa sensación de ruina en la que todo parece funestamente previsto para que vaya cuesta abajo, y que finalmente lo muestra tal y como es, con todo lo que tiene de pueril y esquemático. Muestra la propuesta lejos de la rimbombancia emocional en toda su pobreza, su sequedad y su rudo formalismo que queda devastada “con el raudal jugoso y espléndido de la vida”. Ortega condena a todas las épocas revolucionarias a una conclusión silenciosa, sin frases, sin gestos, reabsorbida por la sensatez, y nuevamente encausada la gente bajo la más elemental lógica del sentido común que termina por reconocer que no se puede subordinar la vida a la idea, la norma, la institución, al partido o a la despótica voluntad de un radical.
La revolución que se nos quiso imponer como un monumento sublime a la emancipación del venezolano se ha transformado también en esa trama de superficialidades y reglas forzadas que con tanta lucidez describió el filósofo español. Aquí el tiempo de la seducción dio paso a la época de la infamia y de la pavorosa imposición de la realidad. Esta revolución hiede a fracaso rotundo. Pero también apesta a arrebato, a la ruptura inminente con todas las reglas de civilidad para caer en el desbarranco del despotismo.
Esta revolución, ya lo sabemos todos, hace un tiempito perdió cualquier pudor o compromiso con la estética política. Ya no le importa ninguno de los enunciados que la podían poner al lado de aquellos procesos románticos que con tanta facilidad obnubilan el alma sentimental de los venezolanos. Ya ni eso, ni la consigna bonita.
Es una reducción de insultos, intolerancia, malos resultados y despojo de lo que todavía tenemos que uno bien podría imaginar como la retirada de un ejército que se sabe derrotado pero que no se resigna a dejar posibilidad alguna de reconstrucción.
Es la vanidad llevada a la exacerbación del vicio más rotundo que quiere imponer por la fuerza la idea nefasta de que no hay otra alternativa a esta podredumbre que la cárcel, el destierro o la muerte. Que no hay otra opción que la servidumbre al radicalismo que intenta cuadrar la realidad, pero que no puede hacerlo porque no son parte del mundo, sino del hades utópico, del infierno de ideas inconexas en donde nada es lo que aparenta ser porque ninguna promesa puede ser cumplida. La utopía radical es la exhibición de la locura que intenta hacer política.
- 23 de enero, 2009
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