España: Rastro del tiranosaurio
Seguimos en el eurocentrismo que considera un genocidio en Africa o un holocausto en Asia como elementos remotos de un destino que todavía minimizamos como una anécdota de lo inexorable. Así ocurrió con la Revolución Cultural de Mao, sangrienta y homicida, a la que no pocos intelectuales de Occidente prestaban una solidaridad ideológica que humanamente negaban a sus víctimas. Una imperdonable desmemoria ha acabado por borrar de la historia universal de la infamia el genocidio totalitario que los Jemer Rojos practicaron en Camboya, con un método inspirado en Hitler y Stalin.
Entre 1975 y 1979, los Jemer Rojos liquidaron un mínimo de 1.700.000 camboyanos, en nombre de la reeducación en el comunismo. Ayer fue condenado el torturador jefe de los Jemer Rojos, ante un tribunal por crímenes contra la humanidad que tanto ha tardado en ponerse manos a la obra. Faltan por juzgar otros imputados por tortura, exterminio y esclavitud. Liderados por Pol Pot, ellos plantaron la huella del tiranosaurio en los campos de la muerte. No poco de la ideología totalitaria de Pol Pot procedía de Occidente: esa es una vieja historia que se repite en cada atrocidad de la resistencia anticolonial.
Aquel torturador jefe es conocido como «Duch». Según el tribunal auspiciado por las Naciones Unidas, le corresponden 35 años de prisión, rebajados incomprensiblemente a 30. Pol Pot murió en 1998. Sus seguidores habían acabado con una quinta parte de la población camboyana. Los juicios en curso han llevado a la Camboya actual prácticamente al borde de la guerra civil. De ahí tanta dilación, tanto cautela con el tiranosaurio —la bestia más depredadora de los primeros tiempos de la humanidad— en su versión de la revolución tercermundista asiática.
El biógrafo de Pol Pot, Philip Short, lo vio de cerca en China y lo describe como un hombre de cierto carisma y amabilidad, con la calma santa de un monje budista: había despoblado las ciudades, reeducado en el terror a cientos de miles de camboyanos y ordenado el asesinato de otros cientos de miles de sus compatriotas. Como el vietnamita Ho Chi Minh, estudió el marxismo en París. Europa tiene el turbio privilegio de haber dado aliento a la teoría comunista y al engendro nazi, arquitecturas del horror en el siglo XX de la megamuerte y el totalitarismo.
Como subraya Short, fue en París y no en Moscú o Pekín, donde Pol Pot se educó ideológicamente. En París imperaba el magisterio de Sartre. Luego, como Ho Chi Minh, aprendería a camuflar la ideología comunista con maquillaje nacionalista. Eso dio un gran resultado. Lo demás lo aprendieron de Sartre, el sacralizador de la violencia en el Tercer Mundo. El totalitarismo seguía siendo el legado más mortífero de Occidente. No hay revolución sin terror. Cayó después el muro de Berlín, salvo en Cuba o Corea del Norte, por ejemplo. Treinta y cinco años después del apogeo genocida de Pol Pot, Camboya busca inversores extranjeros y China está a punto de ser la segunda economía mundial. Estamos hablando, ni más ni menos, de la historia de la humanidad. Al tiranosaurio no lo quieren en la nueva Disneylandia.
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