México y los emprendedores
México solía ser un país de emprendedores. Desde el mercado de los aztecas hasta los vendedores a la mitad del periférico, el instinto del mexicano siempre ha sido el de tener y manejar un negocito.
El conjunto de negocios, chicos y grandes, generaba grandes beneficios: se creaba riqueza, la población veía el futuro con optimismo y sabía que su porvenir dependía de su esfuerzo. Por siglos, toda clase de gobiernos y circunstancias -algunas buenas, otras muy malas- encontraron la forma de hacer posible que viviera y fructificara el empresariado. Pero en las últimas décadas, comenzando en 1970, el país se ha burocratizado tanto que ha logrado minar no sólo a las empresas, sino sobre todo el espíritu emprendedor que yace de manera natural en el mexicano.
De un país de emprendedores natos, pasamos a ser un país de derechohabientes, y esto aplica desde el más modesto campesino hasta el empresario más encumbrado. De un país de dueños de empresas y negocios, pasamos a ser uno de empleados y demandantes de subsidios; de un país dedicado al crecimiento de la economía pasamos a un país de demandantes: derechos más no obligaciones. Todo esto ha minado la función principal de la economía y yace en el corazón de nuestro problema de crecimiento.
El problema de México es de generación de riqueza, no de empleos, pobreza, petróleo o impuestos. Es decir, el problema de México es que no se genera suficiente riqueza y esa es la función de los empresarios. Sin embargo, todo en el país está enfocado en sentido opuesto: a la extracción de impuestos, al subsidio de la pobreza y a la permanente burocratización del petróleo.
En lugar de promover la actividad empresarial -la generación de riqueza-, nuestros gobiernos se desviven por construir obstáculos en la forma de regulaciones, normas, leyes y todo tipo de barreras que no hacen sino complicarle la vida al emprendedor, a la vez que generan un clima de incertidumbre para invertir. Se apuesta a lo que existe y no a un futuro mucho mejor.
La investigación empírica demuestra que cuando existe confianza en la permanencia de las reglas, impuestos bajos, seguridad pública y patrimonial y estabilidad macroeconómica, surgen empresarios que generan riqueza y contribuyen decisivamente a la generación de empleo y la disminución de la pobreza. La lógica es bastante simple, pero en México ha sido trastocada y pervertida.
Si uno observa el pasado, antes existía una serie de condiciones que conformaban un entorno propicio para el desarrollo empresarial. Ante todo, no existía la burocratitis aguda que hoy es la característica natural del gobierno: los funcionarios públicos no vivían atemorizados de decidir y eso les permitía actuar. Antes el gobierno se salía de su camino para preservar las reglas del juego y evitar cambios súbitos. Hoy en día las reglas cambian cada día: cuando no se instalan nuevas regulaciones aparece una nueva miscelánea fiscal.
Otro cambio, nada menor, ha sido la transformación de la presidencia. Antes la palabra del presidente era ley; hoy nadie se da cuenta de lo que dice o decide el presidente. En un país de instituciones débiles, la fortaleza que confería la palabra presidencial -igual cuando la respuesta era sí que no- creaba un entorno de claridad, al menos sexenal, imposible de substituir.
Es evidente que un país moderno no puede vivir de la palabra de un individuo y por eso la democracia ha sido un reclamo tan importante. Sin embargo, no hemos podido migrar de la presidencia absoluta a un entorno institucional fuerte que le confiera certidumbre a la ciudadanía en general y a los empresarios e inversionistas en lo particular. Nos quedamos en la jungla burocrática, y peor: ahora no sólo nadie puede decir sí, sino que hay una infinidad de intereses capaces de movilizarse para impedir cualquier cosa.
En contraste con los países asiáticos, en México nunca existió una verdadera estrategia de desarrollo empresarial. Las naciones asiáticas más exitosas crearon alianzas desarrollistas, pro capitalistas que fomentaban el desarrollo de las empresas, a la vez que las forzaban a competir en los mercados abiertos del mundo. En nuestro caso no existió la competencia ni la alianza ni la legitimidad capitalista. El gobierno actuaba bajo una concepción corporativista que permitía el funcionamiento de las empresas, porque se les veía como algo necesario: la generación de riqueza. Sin embargo, a partir de los 70 esa concepción cambió y todo el entorno de negocios se deterioró. El maniqueísmo echeverrista minó lo poco que sí funcionaba y que, a la fecha, no se ha logrado restaurar. En lugar de Galileos, la estrategia gubernamental pasó a promover inquisidores.
La consecuencia de lo que hemos vivido a partir de 1970 es que el peso del gobierno es cada vez mayor en la actividad empresarial, pero los funcionarios que deciden son cada vez más ajenos a la dinámica que afecta a las empresas. Los jóvenes ya no ven en la actividad empresarial una carrera promisoria o deseable, prefiriendo ser empleados y, muchos de ellos, empleados públicos para que “me pongan donde hay”.
Antes los negocios tendían a ser instituciones familiares en que todos los integrantes participaban activamente en el proceso; quizá con excepción de la economía informal y los negocios más pequeños, esto ha dejado de ser la norma. Aunque muchas empresas sean propiedad de una familia, las familias se involucran cada vez menos, optando por el consumo y por la cercanía con la burocracia como medio normal de vida. En una palabra, hemos caído en un mundo en el que es más rentable esperar un cheque que generarlo.
Naciones como China y Brasil ilustran algo crítico, tanto para la generación de riqueza como para el desarrollo de empresas viables: ninguna de esas naciones ha logrado construir un Estado de derecho consolidado que se asemeje a lo que existe en Suiza o el Reino Unido. Lo que sí han logrado, y que constituye un contraste dramático con el México de hoy, es conferirle certidumbre a los empresarios e inversionistas. Eso lo tuvimos hasta los 70, pero se evaporó y no ha logrado reconstituirse.
En una visita a México hace años, el estudioso Michael Novak decía que en México hay muchos libros sobre pobreza y subdesarrollo, pero que por importante que sea entender eso, lo verdaderamente trascendente es entender las causas de la riqueza, porque eso es lo que nos hace falta. Nuestro modelo económico está patas para arriba y requiere una redefinición radical. La retórica maniquea contribuye a lo contrario: lo que urge es un impulso decidido a la promoción de un empresario competitivo y que compita.
Luis Rubio es Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.
- 28 de diciembre, 2009
- 23 de julio, 2015
- 5 de junio, 2015
- 8 de septiembre, 2014
Artículo de blog relacionados
Por Juan Martín Posadas El País, Montevideo Muchos blancos, después de las elecciones,...
13 de diciembre, 2009Por George Will Diario de América De no ser por la Decimosegunda Enmienda,...
13 de marzo, 2008Editorial – El Tiempo, Bogotá El pasado 12 de septiembre, Guatemala celebró sus...
19 de septiembre, 2011The Wall Street Journal Soldados colombianos presentan honores el 16 de abril ante...
27 de abril, 2015