La España invertebrada
Los nacionalismos vasco y catalán son hoy la más grave amenaza para el estado social español tal y como lo conocemos. Esto, que podría ser una buena noticia para la libertad, es, sin embargo, un abierto desafío a la pervivencia de la unidad política de los españoles, y lo que es fundamental, un peligro para sus libertades. La presión nacionalista encarna los peores rasgos del estatismo contemporáneo.
El estado del bienestar español se basa en la redistribución de la renta intraterritorial, que pervive a pesar del reconocimiento de la autonomía política y financiera a las regiones que lo componen. El caso del País Vasco y Navarra es singular, dado que su contribución al sistema general de redistribución es prácticamente nula. Semejante excepción no ha representando un obstáculo insalvable que impidiera constituir un estado social sobre el resto de territorios. Sin embargo, la aspiración catalana de obtener un estatus similar al vasco o al navarro compromete hoy más de 30 años de dependencia interregional cuya continuidad resulta imposible sin la “aportación” que desde Cataluña se hace a la redistribución centralizada.
España no es un país homogéneo. La dependencia se concentra en unas regiones, del mismo modo que la mayor riqueza se halla en otras. El artilugio conocido como “balanza fiscal” responde a una realidad innegable, puesto que estableciendo fronteras y calculando de manera agregada lo que un territorio aporta o recibe, resulta evidente el desequilibrio. Sin Cataluña aportando a la caja común, España no podría garantizar la redistribución actual, despareciendo no sólo el estado del bienestar en cuanto a las competencias centralizadas, sino también los subestados sociales en que se han querido convertir todas las autonomías.
El catalanismo no aspira a que desaparezca el expolio y la reasignación en su territorio. Lo que pretende es consolidar un estado del bienestar íntegramente catalán, donde toda la recaudación revierta en políticas de gasto decididas en Cataluña, y para los que allí residan. Los vecinos de los barrios pudientes o las clases medias catalanas seguirían siendo expoliados para mantener una red interna de dependencia entre otros conciudadanos con menos recursos. La diferencia es que los impuestos recaudados por la Generalitat dejarían de ir a parar a Andalucía, Galicia o Extremadura, para concentrarse en Tarragona, Hospitalet o Sabadell.
España no tiene otra salida que desmontar su propio estado del bienestar y tratar que las regiones dependientes dejen de serlo, bien mediante el recorte de prestaciones, bien a través de su desarrollo económico. Como lo segundo no ha funcionado, parece inevitable que andaluces o gallegos se preparen para renunciar a esa recepción de riqueza que hoy sostiene artificialmente sus respectivos sistemas de dependencia social. Si Cataluña acaba como el País Vasco o Navarra, ni el Estado central tendrá capacidad para afrontar tales prestaciones por sí mismo, ni el sistema de vertebración nacional podrá garantizar la redistribución de unas regiones a otras.
Esta situación resulta inviable, y muy tendente a generar violencia interregional. El catalanismo pretende evadir los actuales costes del estado social español, pero mantener como hasta ahora los mercados internos de los que vive, mayoritariamente, su industria. Esto es lo que llevan haciendo más de 30 años vascos y navarros, pero lo cierto es que cuando tal situación comenzó a darse, ni el estado social tenía las dimensiones que hoy tiene, ni existían estructuras de poder autonómico tan definidas como hoy. Quizá la Constitución de 1978 tendría que haber reconocido a Cataluña el mismo estatus que a los territorios forales, pero lo cierto es que este reconocimiento habría hecho imposible el desarrollo ulterior de todo el Estado autonómico tal y como hoy lo conocemos (lo cual nos podría haber ahorrado muchos problemas).
El Título VIII de la CE-1978, en concurso con la Disposición Transitoria Segunda, ha sido la fuente de todos los desajustes. Pero no en el sentido de reconocer el acceso directo a la máxima autonomía a aquellos territorios que hubieran plebiscitado afirmativamente un Estatuto en época republicana y que contasen con regímenes provisionales de autonomía previos a la Constitución, sino en el subterfugio creado por el artículo 151.1, por el que Andalucía pudo acceder (no sin irregularidades) a la máxima autonomía prevista en el 148.2. Desde ese momento el modelo autonómico dejó de ser útil para satisfacer las legítimas demandas del regionalismo vasco y catalán y pasó a convertirse en un instrumento de descomposición de la Nación española, además de la coartada para construir un estado del bienestar manifiestamente incompatible con el espíritu autonomista del texto constitucional.
En 1978 se presentó un modelo virtuoso que parecía capaz de reafirmar la unidad de España, reconocer derechos históricos, autonomía en un grado inaudito en cualquier sistema político del mundo, y a la vez ser el origen de un Estado intervencionista y de bienestar de corte europeo. La cuadratura se hizo imposible, como se ha visto, desde el momento en que una región dependiente, nada menos que la más poblada de España, se colocó al mismo nivel de autonomía política que Cataluña y País Vasco, regiones ricas y mucho más prósperas. La anomalía catalana o el privilegio vasco hicieron que Cataluña se convirtiera en una autonomía de primer rango, pero avocada a contribuir como la que más a las aventuras socialdemócratas, no sólo del Estado central, sino de las autonomías más precarias que, siguiendo la estela andaluza, también quisieron su parte del pastel.
Aun a pesar de todo lo anterior, el catalanismo no puede luchar contra 30 años de desarrollo autonómico, tampoco puede practicar el victimismo en soledad, puesto que en el Régimen común existen otras regiones que sufren, incluso con mayor intensidad, la pesada carga de la redistribución interterritorial (por ejemplo, Madrid). Lo peligroso y problemático es que España se ha definido como eso: una garantía de dependencia. Podría haberse consolidado como un espacio de encuentro, un mercado común o una realidad provechosa para todos los españoles sin distinción, pero no se quiso que así fuera.
La perversión política a la que aspira el catalanismo podría resumirse en la actual posición de los diputados y senadores procedentes de las provincias vascas o navarras: con independencia fiscal o en otras muchas materias, se integran, participan y votan en el seno de unas cámaras que deciden sobre cuestiones que no les atañen. El mercadeo político se hace insoportable, sobre todo en lo que a revisiones fiscales o presupuestarias se refiere. Cataluña pretende ahondar en ese desequilibrio. Si se cumplieran las previsiones de su actual Estatuto, los diputados y senadores catalanes se convertirían en fuerzas ajenas pero determinantes en cuestiones que ya no les concernirían directamente. La alternativa que hoy plantea el catalanismo, en términos estrictamente políticos y de modelo de Estado, resulta inviable e inaceptable por el resto de España.
O se presentan otras opciones o el modelo seguirá encallado durante años, aumentando los niveles de crispación o la excitación particularista. La España federal, como salida a este desaguisado, no puede comenzar con un abandono unilateral de Cataluña del sistema común, sino con la iniciativa y el esfuerzo de quienes así lo pretendieran por presentar un modelo general e integrador, capaz de propiciar una nueva realidad política, menos intervencionista, menos interdependiente en términos de redistribución, y mucho más proclive a la libertad de sus ciudadanos en mercados amplios, dinámicos y competitivos. Si Cataluña quiere más autonomía, incluso la independencia fiscal, no puede seguir enconándose en el intervencionismo de puertas para dentro, y hostigando al resto de España sin ofrecer una actitud mucho más liberal y modernizadora.
El liberalismo defiende el autogobierno, pero no resulta convincente, y mucho menos coherente, cuando, dejándose llevar por la visceralidad, confunde los objetivos y antepone una presunta conquista colectiva e histórica a la efectiva consecución de mayor libertad individual, dentro de sistemas políticos pacíficos y sostenibles. No se debe combatir al socialismo con más socialismo, o al Estado con una alternativa incluso más estatista que aquella que criticamos. Y esto es lo más triste, porque ni siquiera los catalanistas que dicen ser liberales son capaces de identificar y ordenar sus propias convicciones con aquello que exclusivamente son meros sentimientos colectivistas.
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