Anatomía del fanático
Leíamos hace poco una interesante reflexión de Fernando Savater sobre una vertiente del comportamiento político del hombre identificada como fanatismo, de la cual devienen en la actualidad diversos tipos de fundamentalismos. Así, en esa perspectiva, el filósofo señala al fanático como sujeto activo de tal comportamiento, en el sentido que el fanático “se niega a dar ningún tipo de explicaciones: predica su verdad y no condesciende a más razonamientos.
Como él encarna sin duda el camino recto, los que le discuten sólo pueden hacerlo movidos por bajas pasiones y sucios intereses o cegados por algún demonio que no les deja ver la luz. Tampoco el fanático se tiene por responsable ante sus conciudadanos, sino sólo ante una instancia superior (Dios, la Historia, el Pueblo o cualquier palabra con mayúscula semejante): los miramientos y las leyes habituales no se han hecho para gente como él, con una misión trascendental que cumplir…”.
Este fenómeno es tan antiguo como el hombre, sus creencias y preferencias, pero durante el siglo XX y lo que va del nuevo, ha tomado nuevas formas y expresiones en el orden político. No en vano, el filósofo Bertrand Russell advertía frente al fanatismo hábilmente instrumentado y manejado desde los totalitarismos nacional socialista, fascista y comunista, lo que sigue: “El fanatismo dueño de un gobierno es peligroso porque apenas juzga posible la cooperación con los demás. La esencia del fanatismo consiste en considerar determinada cosa más importante que todas las demás”. Ello, por supuesto, lleva a instalar estructuras y formas represivas de poder que busquen imponer eso que se considera como primordial pasando por encima de cualquier obstáculo, no importa al precio que sea.
El fanatismo constituye una pasión exacerbada, desmedida, tenaz, incondicional, persistente hacia una causa que puede encarnarse en una organización o un individuo. Por sus características vulnera la racionalidad por lo que puede llegar a extremos peligrosos ya que implica el deseo incondicional de imponer una creencia o ideología, considerada “buena” para el fanático y su grupo. Aquí habría que preguntarse ¿qué es un fanático? Etimológicamente la palabra viene del latín fanium que literalmente significa “protector del templo”, pero por sus contextualidades y connotaciones el término ha evolucionado y hoy decir “fanático” equivale, entre otras cosas, a “intolerante”. Adela Cortina, bien le define como “aquel tipo de persona que inmuniza sus convicciones frente a la crítica racional”.
Desde lo social y lo político, el fanático no acepta sino a los suyos, los otros son simplemente el enemigo al cual hay que destruir y excluir, buscando así aplastar a los que se oponen o difieren de sus ideas. El fanático entra en un cuadro patológico en el que la conciencia de la individualidad se suprime mediante la atenuación de la conciencia del yo a través de la acentuación del sentimiento de pertenencia a lo otro. Eso le lleva a la adhesión a sectas y facciones autoritarias y totalitarias. Dentro de él bulle un espíritu maniqueo que le hace percibir la realidad y a las personas en dos categorías: buenos, si están con él; malos, si difieren de sus creencias. Por supuesto, así vistas las cosas, el fanático es un enemigo jurado de la libertad y un peligroso intolerante que se expresará con discursos falaces. En suma, se identifica al fanático por la carencia de espíritu crítico dado que no admite la discusión acerca de sus verdades ni un análisis racional a las mismas; mediante sus reduccionismos califica a quienes niega y odia con adjetivos excluyentes; de su naturaleza emerge una tendencia al autoritarismo signado por el afán de imponer sus esquemas ideológicos y de forzar a todo el mundo a plegarse a él, no importa si el fin justifica los medios, nocivo principio en el campo de la política. Fanatismo e ignorancia son una mezcla letal para cualquier sociedad…
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