Argentina: El matrimonio K y la boda G
Hace unos días que con un buen amigo repetimos esta descripción cabal del problema más grave de la política contemporánea: ya no hay políticos de izquierda ni de derecha, hay políticos honestos y deshonestos. Ambos apoyamos a los primeros y detestamos a los segundos.
Debo aclarar que lo mismo me ocurre con quienes están al frente de cualquier institución, desde los boy scouts a la policía federal. Y ni qué decir de las personas de carne y hueso. Entre los curas progresistas y los conservadores prefiero a los santos. De los ambientalistas fanáticos y los moderados elijo a los sinceros. Entre los dirigentes del fútbol me gustan los que aman el deporte. Entre los oficialistas y los opositores me juego por los periodistas apasionados por la verdad. Y si tengo que elegir entre los empresarios, solo me interesan los que están enamorados de su industria. Puedo seguir así hasta agotar la especie, pero no se trata de eso, que el título de esta columna promete algo más picante.
“No soy homofóbico ni homofílico” contestaba a quien me preguntaba mi posición en esos días en los que toda la Argentina debatió y tomó partido sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo. Y explicaba: “Me banco a los gays honestos y de buen corazón y no soporto a los que se aprovechan de su condición o pretenden hacer gay hasta al Cid Campeador”.
Para hacerla breve, el mes pasado se borraron las palabras varón y mujer del Código Civil. Para unos es un salto gigante hacia el futuro hiperigualitario y para otros es el regreso a la época de Calígula. El debate se volvió áspero y no se habló de otra cosa en ninguna casa, bar, peluquería, tribuna, cafetín, púlpito o prostíbulo. Las cuentas daban en contra en la sociedad y a favor en el Parlamento. El Cardenal de Buenos Aires puso a rezar a los monasterios, advirtió a las monjitas que esto era del demonio y alentó a los feligreses a asistir a una inmensa marcha frente al Congreso de la nación. Los evangelistas, rabinos e imanes pidieron el fuego de Sodoma sobre quienes votaran semejante atropello a los derechos divinos. Los artistas volcaron casi en masa a favor de los que se quieren casar cuando el resto del mundo se quiere descasar. Algunos jueces anticiparon que respetarán la ley de Dios antes que la de los hombres aunque eso los deje en la calle.
Con esas palabras del Código Civil cambió el matrimonio civil, pero también las herencias, los nombres, las adopciones, los bienes gananciales, los documentos, las fiestas, los regalos, los bailes, el protocolo, las pensiones, las licencias, las vacaciones, el día femenino, la patria potestad, la cabecera de la mesa, las reuniones de padres, los padrinos y las madrinas, los noviazgos y compromisos, los anillos, los tíos, los parentescos políticos y los contraparientes… Ahora hay que resolver qué apellidos llevarán los hijos adoptados por cónyuges del mismo sexo, que, por cierto, tendrán más derecho a adoptar que los heterosexuales porque la ley de adopción da prioridad a quienes no pueden tener hijos; de quién se es huérfano, quién ocupa el asiento del acompañante y quién lava los platos. Alguno ha pretendido casarse con su hermano y nadie se anima a decirle que no puede. Otros han intentado casarse entre varios varones y mujeres porque les resulta más divertido. Los musulmanes reclaman la poligamia que les corresponde. Unas amigas mías exigen la poliandria por deporte. Y yo me quiero casar con mi viejo Studebaker después de 35 años de convivencia.
Bromas aparte viene ahora la historia política –fantástica y mágica– del matrimonio gay. Resulta que el proyecto de una diputada muy progresista y nada kirchnerista dormía cajoneado cuando a Néstor Kirchner se le prendió la lamparita. Se dio cuenta el Gran Marido y Cacique Unasur que tenía un arma para dividir a la oposición que lo jaquea bastante seguido y así ganar en río revuelto. Lanzó sus alzamanos de ocasión y billetera en pos del matrimonio gay y dividió a la oposición porque los progresistas, que lo maldicen todos los días, votarían a favor del proyecto que capitalizó como propio. Para ganar tiempo y capital político y desbaratar a sus opositores se fregó en una institución tan antigua como el ser humano, que requería un debate mayúsculo y un cambio casi completo de las leyes que regulan toda la sociedad y son esenciales para las principales religiones: se peleó a muerte y definitivamente con la Iglesia católica, los evangélicos, los judíos y musulmanes practicantes.
Así es Kirchner: un superdotado para esta política que detesto. También es el escorpión que no puede dejar de picar a la rana que lo salva de la inundación.
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