¿Da lo mismo quién haga las leyes?
La pasada semana salía a la luz el borrador de un memorando del Departamento de Interior que sugería formas de saltarse administrativamente el reglamento existente con el fin de facilitar que varias categorías de inmigrantes en situación irregular evitaran la deportación y, en la práctica, conceder la residencia a parte de ellos. Lo más preocupante era el móvil declarado. Esto se estaba proponiendo "en ausencia de la Reforma Integral de la Inmigración". En otras palabras, dado que el Congreso se niega a hacer lo que les gustaría ver cumplido a estos burócratas, ellos lo van a promulgar por su cuenta.
Al margen de sus opiniones del contenido de la cuestión de la inmigración, no es así como debe funcionar una democracia constitucional. Los funcionarios disponen de la ley, no la alteran. Ese es el papel de los legisladores.
Cuando fue preguntada, la Casa Blanca restaba importancia al tóxico memorando, dando la impresión de que no se trata sino de las elucubraciones surgidas de las catacumbas de Interior. Pero la administración está participando de un significativo juego de poderes en otros ámbitos.
Un fallo de 2007 del Supremo da competencias a la Agencia de Protección Medioambiental para regular las emisiones contaminantes siempre que pueda demostrar que amenazan a la salud pública y al medio ambiente. La Agencia de Obama realizaba precisamente ese descubrimiento, adjudicándose por tanto una enorme ampliación de competencias y, observa The Washington Post, trasladando "un mensaje al Congreso".
No era un mensaje enormemente sutil: implementad la legislación de intercambio de emisiones — gravar y regular fuertemente las energías de hidrocarburos — o la Agencia lo hará de forma unilateral. Como observaba Frank O'Donnell, de Clean Air Watch, un descubrimiento así "es probable que ayude a decidirse al Congreso a ponerse en marcha".
Bueno, el Congreso no lo hizo. A pesar de la "porra reguladora" (por citar de nuevo al Post) con la que la administración viene amenazando, el Senado se ha negado repetidamente a asentir.
Bien por el Senado. ¿Pero qué se puede hacer cuando el ejecutivo es pasivamente agresivo en lugar de activamente? Véase la seguridad fronteriza. El Senador Jon Kyl (Republicano de Arizona) cuenta que el Presidente Obama le habló acerca de la presión de su izquierda política y su inquietud porque si se blinda la frontera, los Republicanos no tendrán ningún incentivo para apoyar la reforma integral (léase amnistía). En la práctica, el abandono de la "barrera virtual" por parte de Interior en la frontera sur, combinado con su falta de interés a la hora de rematar la barrera real que hoy cubre apenas la tercera parte de la frontera, da la característica impresión de que la protección rigurosa de la frontera no es una importante prioridad de la administración en ausencia de alguna concesión Republicana en materia de la reforma integral.
Pero la protección de la frontera no es algo a manipular a cambio de favores legislativos. Es, como defendía estruendosamente la administración en los tribunales en el caso de Arizona, la responsabilidad constitucional del ejecutivo federal. Su labor es implantar religiosamente la ley. La negligencia es un delito civil.
Este contagio de la intencionalidad ejecutiva no se confina al ámbito de la administración federal ni a los Demócratas. En Virginia, el fiscal general Republicano acaba de decretar un laudo que permite que los agentes de la policía soliciten el permiso de residencia de un sujeto cuando es detenido por algún otro motivo (por ejemplo, una infracción de tráfico). Hasta ahora, la policía sólo podía preguntar en casos motivo de arresto.
Al margen de su opinión del resultado, el proceso resulta sospechoso. Si hay que ampliar la libertad de las fuerzas del orden con respecto a los interrogatorios de posibles inmigrantes en situación irregular, es una cuestión de legislatura, no del ejecutivo.
¿Cómo llegamos a esto? Yo culpo a Henry Paulson. (Qué oración más versátil). El estándar por excelencia de la extralimitación ejecutiva se alcanzó el día en que convocó a los directores de los nueve bancos más grandes del país y les informó de que en adelante, la administración federal era su socio empresarial. Las entidades no tenían ninguna obligación legal de obedecer. Pero saben que la paciencia del gobierno federal, cuando se agota, da problemas, incesantes problemas. Obedecieron a rajatabla.
Lo mismo hizo BP cuando el presidente convocó a sus principales ejecutivos en la Casa Blanca para exigir un fondo de compensación de 20.000 millones de dólares en concepto de daños administrado federalmente. El código en vigor limita las reclamaciones por daños a 75 millones de dólares. BP, al igual que los bancos, subestimó el poder de la administración estadounidense. En 20.000 millones.
De nuevo puede estar complacido con el resultado (yo no estaba), y aún así tener problemas con la forma en que se llegó a eso. Todo el mundo quiere que haya brío en el ejecutivo (en palabras de Alexander Hamilton). Pero no anarquía. En el moderno estado del bienestar, la administración tiene competencias para regular su vida cotidiana. Eso es malo. Pero al menos existe un límite a estas desproporcionadas competencias: la separación de poderes. Tales límites sobre su vida deben ser aprobados primero por ambas cámaras del Congreso.
Es lo que se llama el consentimiento del gobernado. El mandato constitucional está concebido para someterle a la voluntad de los representantes del pueblo, no a los caprichos de un jefe ejecutivo ni a la imaginación de un burócrata en busca de lagunas legales.
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