Colombia y Ecuador
El País, Montevideo
Pablo! ¡Pablo!" gritaba la multitud cuando lo enterraron en Medellín en 1993. La gente pugnaba por abrir el ataúd y tocar su cara como si fuera la de un santo. Aquello no parecía el funeral del mayor narco colombiano, el criminal que infectó de cocaína a una generación. Esa escena chocante es una de las primeras de "Pecados de mi padre", la película que se exhibe en Montevideo y que es como un símbolo de esperanza para Colombia.
Juan Pablo Escobar protagoniza este documental que cuenta su historia, la del hijo de aquel asesino serial, un adolescente acosado que, para sobrevivir, cambió su nombre y se refugió en Buenos Aires. Una historia con un mensaje de paz brindado a través de la reconciliación de este joven con los hijos de las víctimas más ilustres de su padre: el candidato presidencial Luis Galán y el ministro de Justicia Rodrigo Lara.
Ambos se cruzaron en su camino y a ambos los mandó matar el jefe del cartel de Medellín, en algún momento el hombre más poderoso de Colombia y uno de los más ricos del mundo. Ese Pablo Escobar con ratos de buen padre según la película, dueño de una inmensa popularidad entre el pobrerío que lo venera hasta hoy como su benefactor. Ese gangster que terminó cazado a tiros en una azotea como un jabalí en fuga, pero a cuya tumba sigue peregrinando la gente por gratitud y por esa rara fascinación que ejerce el mal.
En la bella Medellín, está fresco el recuerdo del tiempo en que Escobar era un ídolo popular y a la vez un malsano modelo para los jóvenes de todas las clases sociales. Un "hombre de poder", como lo describe García Márquez en "Noticias de un secuestro" en donde relata la escena de su entrega a las autoridades en un campo de fútbol con cien soldados que apuntan al pecho del jefe mafioso que desciende del helicóptero. "¡Bajen las armas, carajo!", ruge Escobar. Y cuenta García Márquez -con un dejo de admiración- que los cien soldados bajaron las armas como si estuvieran en presencia de su comandante…
Ahora es Escobar hijo, quien redimido de antiguos odios, conversa con los hijos de Galán, se abraza con el hijo de Lara, y todos abogan por lograr la paz y la concordia entre los colombianos. La cámara registra esos encuentros que parecen hechos ex profeso para la Colombia de hoy, en donde viene de asumir la presidencia, Juan Manuel Santos, cuyo mayor desafío es, precisamente, terminar con el odio y la violencia.
La violencia, dos palabras que en ese país se escriben con mayúscula porque definen una etapa de su historia. Violencia de las FARC, la guerrilla más antigua del planeta, y de los paramilitares que libran una guerra sucia. Violencia potencial con sus vecinos, Venezuela y Ecuador, con quienes la tensión era insoportable hasta hace algunas horas, pero que ahora parece disiparse tras el encuentro de ayer entre Santos y Hugo Chávez, así como el que tuvo el nuevo presidente con su colega ecuatoriano, Rafael Correa.
Como el mensaje de reconciliación de Escobar hijo, el encuentro de Santos, Chávez y Correa es una apuesta a deponer hostilidades para alejar de una vez por todas el fantasma de la violencia.
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