Panamá: El tamaño del Estado y sus repercusiones políticas
La Prensa, Panamá
El concepto de la división de poderes en tres secciones distintas que hoy consideramos como un elemento básico de cualquier democracia no siempre fue una característica fundamental de los gobiernos humanos.
Por la mayor parte de nuestra historia civilizada, vivimos bajo un criterio distinto, donde el poder supremo era ostentado, no por la ciudadanía, sino por grupos privilegiados o inclusive individuos particulares, y donde la justificación de este poder no tenía como origen el consentimiento de los gobernados, sino la escogencia divina.
La división de poderes, establecida como teoría política a mediados del siglo XVIII, no surge únicamente como un concepto teórico, sino como una rebelión pragmática ante la idea de que un grupo de individuos puede poseer en sus manos la capacidad de imponer sus decisiones sobre la mayoría, sin necesidad de disfrutar de su consentimiento.
El poder público no se divide para facilitar la función administrativa del Estado, ni como un experimento político teórico, sino por la necesidad de prohibir la posibilidad de que el mismo sea ostentando por unos pocos en perjuicio de la mayoría.
El poder es dividido en tres no para que trabajen en armoniosa colaboración, sino para que la lucha entre ellos estorbe los deseos de algunos de imponer su voluntad sobre los demás. No es una garantía de buen gobierno; es una salvaguardia ante la tiranía. La división de poderes tiene dos efectos prácticos. El primero, proteger los derechos fundamentales de todo individuo, su vida, su libertad y su propiedad, ya que limita al Estado en su habilidad de perjudicar estos. El segundo, prevenir que las maquinaciones y caprichos de algunos se conviertan en leyes y normas que afecten a todos.
Pero nuestro sistema está erróneamente constituido. Es una vieja fortaleza de guerra, cayéndose en pedazos, sostenida endeblemente por un enfermizo andamiaje de algunos principios democráticos y republicanos que fueron considerados útiles para dar una fachada de república a lo que fue, en efecto, una tiranía.
Hoy vivimos las implicaciones prácticas de eso. En el proyecto para el presupuesto general del año 2011, el Poder Judicial recibirá un total de 83.5 millones de balboas para el ejercicio de sus funciones. El Poder Legislativo contará con alrededor de 67 millones de balboas. En comparación, el Ministerio de la Presidencia, que es sólo una de las tantas dependencias del Poder Ejecutivo, tendrá a su disposición 774.6 millones de balboas. Sería ingenuo de nuestra parte decir, basándonos en esto, que hay una verdadera división de poderes. Lo que tenemos es un sistema donde el Poder Ejecutivo captura y dispone libremente de una Asamblea dócil y mansa ante sus deseos, y de un Poder Judicial castrado.
Una de las tantas expresiones de esto es la injusticia que percibimos en el trato de la Procuradora General de la República, Ana Matilde Gómez.
La ley, supuestamente el estándar inmutable de trato a todos los ciudadanos, es modificada, reinterpretada y tergiversada para ceder ante los deseos de algunos. Lamentamos terriblemente esta situación, que a todas luces carece de la apariencia de buen derecho.
Cuando la mora judicial es enorme y los casos llevan años pendientes de ser tratados por la vista misericordiosa de tantos, el trato expedito de un caso que pareciera ser a todas luces político es una burla y un insulto directo hacia todas aquellas familias que claman justicia por mil razones, y cuyo clamor es rechazado diariamente con pequeñas palabras de consolación. “Tranquilo, Bobby, tranquilo”. Esto no solo es un ataque contra una persona, sino un golpe enorme en contra del estado de derecho, la piedra angular de la vida republicana. La ley pasa de ser una norma imparcial para sostener la vida civilizada, a ser la expresión formalizada de la voluntad política de grupos de presión.
El problema no es la Administración presente. El problema es el sistema, un río cuya desembocadura natural es la consolidación del poder en manos de algunos pocos. Estamos luchando contracorriente por nuestras libertades en un sistema que es punitivo hacia ellas, por tanto, no progresamos.
Como ciudadanía responsable, es necesario empezar a preguntarnos sobre nuestro futuro, no mediante expresiones generalizadas, sino respondiendo preguntas clave: “¿Qué tanto poder debe ostentar el Estado?”, “¿Qué uso debería darle a este poder?”, “¿Es posible que un número reducido de personas coordinen y planifiquen la actividad humana en general?”.
Solo con el conocimiento podemos dialogar. Es necesario educarnos y preguntarnos, ¿Queremos seguir viviendo bajo un sistema que facilita la opresión, la corrupción y la arbitrariedad? ¿O deseamos empezar a reformar nuestro sistema? ¿Qué piensa usted?
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