Hace solo medio siglo

Le pidió al encargado de la utilería algo parecido a un pez pero que no fuera un pez reconocible, que no se pareciera a ningún otro, que fuera una forma inquietante con un solo ojo, grande, abierto. Ese es el pez y el enorme ojo al que se asoman algunos de los participantes de una orgía en una casa de playa, le interrogan, pero no dice nada. El ojo solo los mira y el grupo se aleja caminando por la arena.
Esta es la escena final de “La Dolce Vita”, la película de Federico Fellini (Rimini, 1920 – Roma, 1993) que ahora cumple los cincuenta años de su estreno, en Milán, inicio de la década de los sesenta, antes que aparecieran los Beatles, mucho antes que Bertrand Russel creara el tribunal para juzgar los crímenes cometidos en la guerra de Vietnam, antes que floreciera el movimiento hippie. Hace cincuenta años, Fellini acababa de cumplir cuarenta años (el 20 de enero) y su película estremeció el mundo del cine, especialmente en Italia, donde todos se creían obligados a opinar, a favor o en contra, hasta llegar a los puños en plena calle, frente a las salas que la exhibían.
Casi tres horas de duración, en blanco y negro, la obra ofrecía una mirada (como la del pez) de la aristocracia romana de la época. El hilo conductor de la historia era un periodista, Marcello Rubini (Marcello Mastroiani), cuyo oficio era justamente escribir sobre la gente del “jet set”, un término que se acababa de acuñar ante la aparición de los aviones a turbina y quienes iban de un punto a otro del mundo utilizando el nuevo sistema para viajar más rápidamente. El periodista pasa a ser de un testigo de aquella vida a un protagonista activo de la frivolidad, de los escándalos sexuales, de los engaños, del afán de figurar, de lucirse, de ser perseguido por los fotógrafos que buscan la toma que nadie tiene.
La película se estrenó en Milán el 5 de febrero de 1960, una noche fría y ventosa. La proyección se inició en silencio, pero pronto comenzaron a escucharse gritos de protesta, unos a favor, otros en contra. Se cuenta que al llegar a la fiesta de la casa de la playa algunos espectadores gritaron: “Basta”. Cuando Fellini y su esposa Giulietta Masina se dirigían al vestíbulo del cine, en medio de caras desencajadas por el enojo y el odio que despertaba en ellos el realizador, “Una mujer de edad, enjoyada, de abrigo de visón, blandió el punto ante él y gritó: Está poniendo a Italia en manos de los bolcheviques” (“Fellini, una vida”, Hollis Alpert, Buenos Aires, 1988, p. 14). Un jesuita, amigo de Fellini, Angelo Arpa, escribió un comentario favorable en “Il Quotidiano” diciendo que la conducta pecaminosa que se exhibía en ella se cotejaba con valores morales. Pero “L’Osservatore Romano” dijo que se trataba de una película “desagradable, obscena, indecente y sacrílega”. “Il Quotidiano” se rectificó diciendo que en realidad el título debía ser “La vida repugnante”.
Alberto Moravia dijo que era “la más grande obra que jamás se hubiera hecho en Italia”. Y Pier Paolo Pasolini vio en ella un espíritu realmente católico. Estas reacciones tan dispares hay que considerarlas en el contexto de la época, pero como toda gran obra mantiene íntegra la preocupación de Fellini por el ser humano con sus miserias y sus glorias. En estos cincuenta años muchas cosas han cambiado con una aceleración desconocida. Si Fellini hubiese vivido para ver las “fiestas privadas” del primer ministro italiano, Silvio Berlusconi, y las fotografías en la prensa internacional, hubiese retirado de circulación su película por considerarla muy ingenua.
Además de estremecer la industria y la estética cinematográfica, con esta película Fellini aportó un nuevo término para nuestro diccionario. El fotógrafo que trabajaba con el periodista se llamaba “Paparazzo” y terminó dando su nombre, “paparazzi”, en plural, a este tipo de fotógrafos. También un término, “fellinesco”, para definir una situación absurda o bien: la “mujer fellinesca”, cuyo epítome es la Saraghina de “8 1/2”. Fellini murió el 31 de octubre de 1993 y en marzo de 1994, cinco meses después, murió su esposa Giulietta Masina, dos nombres que iluminaron el arte del siglo XX.
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