Brasil, un país progresista
El más grande de los males y el peor de los delitos es la pobreza. Esta sentencia de George Bernard Shaw, en el prólogo a El comandante Bárbara , parece haber sido adoptada por la clase política brasileña en su conjunto. En efecto, si analizamos las venideras elecciones presidenciales del país vecino, lo primero que surge es sorpresa ante el progresismo de los principales candidatos y partidos, que están a la izquierda de sus pares argentinos.
Sin embargo, en nuestro país esto no se percibe. Según un cliché generalizado entre nosotros, el Partido de los Trabajadores (PT) y el Partido Social Demócrata de los Brasileños (PSDB) han traicionado sus orígenes progresistas con políticas que han decepcionado a sus doctrinarios.
Es verdad que, durante la gestión de Fernando Henrique Cardoso (el gran sociólogo que desarrolló la teoría de la dependencia), el PSDB lanzó programas neoliberales que eran inimaginables desde su ideología. Por su parte, Luis Inácio Lula da Silva, que se suponía mucho más progresista que Cardoso, mantuvo los parámetros principales de la política económica de éste, moderó al PT y cosechó los elogios de Wall Street.
Estos son lugares comunes que circulan en la Argentina, donde la centroderecha expresa admiración y algo de envidia frente a ese Brasil de los consensos. Pero por debajo de esta superficie late un Brasil progresista que asustaría a más de uno de nuestros buenos burgueses.
Comencemos por el neoliberalismo de la era Cardoso. Una significativa diferencia con su equivalente argentino es que el 55,7 por ciento de las acciones de Petrobras siguen siendo del Estado. Como los chilenos con Codelco, los neoliberales brasileños no subastaron su emblemático gigante.
Si pasamos al delfín de Cardoso, José Serra, nos encontramos con un candidato de centroderecha que brinda su apoyo a la "Bolsa Familia". Este famoso programa instaurado por Lula dona dinero y servicios a los doce millones de familias más pobres del país, con la condición de que sus hijos vayan a la escuela y sean vacunados. Muy exitosa, la Bolsa fue elogiada por The Economist (7/2/2008) como "un mecanismo de lucha contra la pobreza, inventado en América latina, que está ganando conversos en el mundo entero".
Que medios europeos elogien la Bolsa Familia no sorprende. Pero seguramente no ocurriría en la Argentina que un candidato opositor de centroderecha anuncie que, de ser elegido, continuará con esos subsidios.
Por otra parte, ésta no es sino la punta del témpano. Basta echar una mirada a los antecedentes de los candidatos principales para recordar que Serra y Dilma Rousseff se formaron en la lucha contra la dictadura militar brasileña. Serra fue un dirigente estudiantil obligado a exiliarse, y al regresar organizó protestas callejeras para exigir elecciones directas. Como ministro de Salud de Cardoso, arremetió contra los intereses de las tabaqueras y las farmacéuticas multinacionales.
A su vez, Rousseff, la candidata de Lula, perteneció en su juventud a uno de los grupos guerrilleros más importantes de su tiempo, la Vanguardia Armada Revolucionaria Palmares. Detenida en 1970, estuvo presa tres años, padeció torturas y le fue negado el derecho a un abogado. Como recordó LA NACION el 25 de julio, los militares la apodaron la "Juana de Arco de la guerrilla".
Como vemos, hay una distancia considerable entre los principales candidatos brasileños y los nuestros. Más aún, la tercera candidata en las preferencias preelectorales, Marina Silva, del Partido Verde (PV), es una ex ministra de Medio Ambiente de Lula que a mediados de los años 80 militó en el clandestino Partido Revolucionario Comunista.
Si consideramos que, en junio de 2010, las encuestas de Ibope y Vox Populi daban a Rousseff, Serra y Silva una intención de voto del 40, 35 y 9 por ciento respectivamente, comprobamos que aproximadamente el 84 por ciento del electorado piensa votar por candidatos que, para la centroderecha argentina, cargan con un pasado inquietantemente "setentista".
Pero incluso este análisis soslaya las diferencias más profundas. Lo paradigmático del progresismo del Brasil radica en el relativo consenso, en todo el arco político, acerca de la función social de la propiedad. Por cierto, en sus artículos 5 (XXIII), 170 (II y III), 182, 184 y 186, la Constitución brasileña de 1988 consagra este principio y además sienta las bases de una reforma agraria.
Acentuando la paradoja, la Constitución de 1967, promulgada por la dictadura, también establecía en su artículo 157 el principio de la función social de la propiedad. Esta idea está ausente en nuestra Constitución democrática de 1994 (pese a que es central para la Doctrina Social de la Iglesia, que en teoría tiene consenso entre nosotros).
Más aún, por decreto ( ato institucional ), en 1969 la dictadura brasileña mandó que algunas compensaciones gubernamentales por tierras expropiadas para una reforma agraria se desembolsaran en bonos en vez de efectivo. En la Argentina casi siempre fue al revés: los pagos en bonos se usaron para licuar y a veces estatizar las deudas de las empresas. Esto condujo a la concentración del ingreso, multiplicando la pobreza, que entre 1975 y 2002 saltó del 10 al 52 por ciento.
En contraste, aquel decreto brasileño muestra que allí, aún en tiempos de dictadura derechista, el mecanismo del pago con bonos se usó a veces para licuar las deudas del gobierno frente a ciudadanos ricos, a los que se había expropiado tierra improductiva para efectuar una limitada reforma agraria.
La comparación trae a la memoria un bello dictum de John Ruskin: "Mientras desde hace tiempo se sabe y se proclama que los pobres no tienen derecho a la propiedad de los ricos, deseo que también se sepa y se proclame que los ricos no tienen derecho a la propiedad de los pobres". Los brasileños, buenos capitalistas, parecen estar de acuerdo con el gran crítico británico, a diferencia de los argentinos, malos capitalistas. Los nuestros promovieron la concentración del ingreso (que es una forma de robarle al pobre) en una sociedad que alguna vez fue relativamente justa.
La sospecha de esta diferencia se confirma si examinamos los tiempos ya democráticos de Cardoso. Durante su gobierno, el juez superior Rui Portanova dictaminó que, en función del artículo 5 de la Constitución, la ocupación de unas tierras improductivas por parte del Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST) era legítima.
Sin embargo, pese a este relativo consenso progresista, el MST reprocha a Lula que, durante su mandato, apenas el 10 por ciento de los 47 millones de hectáreas distribuidas gratuitamente entre campesinos sin tierra hayan sido propiedades improductivas expropiadas a sus dueños; el resto fueron tierras fiscales y propiedades privadas compradas por el Estado a través de transacciones de mercado. Afirma que este oneroso método no es una reforma agraria sino un programa de asentamiento.
Por cierto, en una entrevista concedida a Reuters el 9 de julio, João Pedro Stedile, miembro de la dirección nacional del MST, también acusó al gobierno de presentar cifras exageradas. Dijo que no era verdad que un millón de familias campesinas sin tierra se hayan beneficiado de esta redistribución, sino apenas medio millón. No obstante, ¡no apoya electoralmente a la extrema izquierda y aconseja votar por la candidata de Lula!
Frente a estos datos, desde nuestras conservadoras latitudes sólo podemos asombrarnos. Ningún gobierno argentino ha distribuido tierras por el equivalente proporcional de estas cifras. Y si alguno lo hubiera hecho, seguro que no habría gozado de la sonrisa complaciente con que la burguesía brasileña aceptó las políticas de Lula.
La actitud brasileña es garantía de que, en ese país, nadie que no sea un extremista exclamará jamás, como Proudhon, que "la propiedad es un robo". Ojalá aprendamos de nuestros vecinos: a diferencia de nosotros, ellos supieron preservar su pacto social.
© LA NACION
- 23 de enero, 2009
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