El destino trágico de los próceres latinoamericanos
En estos días bicentenarios, las reflexiones se cruzan, a veces desde una acuciosa actualidad que no encuentra la perspectiva para prender en la raíz histórica, en ocasiones desde la mirada hacia los constructores de nuestra América y su dramático destino.
Francisco de Miranda, el precursor de la emancipación, entregado a sus enemigos por Simón Bolívar, terminó su vida abandonado y miserable en un calabozo español. Bolívar, a su vez, murió a los 47 años, a la una de la tarde del 17 de diciembre de 1830, mientras marchaba hacia obligado exilio, en Santa Marta, en la quinta de San Pedro Alejandrino, donde se reunieran días pasados el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, y su par venezolano, Hugo Chávez. Mariano Moreno, "el numen de la revolución argentina que propagó la doctrina de la democracia", como dice Mitre, "murió expatriado en la soledad de los mares".
Sucre cayó traicioneramente asesinado cuando, después de conquistar las palmas de Ayacucho, sólo pretendía disfrutar de su familia. Nuestro Artigas, derrotado militarmente en 1820, terminó hundido en la selva paraguaya durante treinta interminables años, en que rumió su soledad adoleciendo del fracaso del federalismo republicano que desde los Estados Unidos de América había querido trasladar a las Provincias Unidas del Río de la Plata. La lista podría continuar. Pongámosle punto final en San Martín, voluntariamente alejado de su patria para no sufrir la sangría de las guerras de "familia" y pese a ello repudiado cuando intentó el retorno.
En su hermosa biografía del "soldado argentino y héroe americano", John Lynch recuerda ese episodio, cuando en febrero de 1829 San Martín regresó. Pensaba recalar primero en Montevideo, a fin de interiorizarse mejor de los acontecimientos en Buenos Aires y -si las circunstancias lo ameritaban- quedarse a vivir en su patria en un total silencio. Uruguay estaba organizándose, luego de que la Convención Preliminar de Paz, suscripta en agosto de 1828 entre Buenos Aires y Río de Janeiro, reconociera la independencia del "Estado de Montevideo". Administrado por un gobernador provisorio, su Asamblea General Legislativa y Constituyente redactaba por entonces el primer texto constitucional del novel Estado, al que bautizó como "República Oriental del Uruguay". El primer gobernador provisorio fue el general José Rondeau, elegido como neutral entre Fructuoso Rivera y Juan Antonio Lavalleja, los dos caudillos orientales que dirimían supremacías con vistas a la futura presidencia del país.
El hecho es que el barco en que viajaba San Martín no se detuvo en Montevideo y, al llegar a Buenos Aires, el general se encontró con una recepción muy poco amistosa, entre indiferente y hostil, hasta con carteles de cuestionamiento. Sea por la sobrevivencia de viejos rencores, envidias o temores, el hecho es que hubo de retornar entonces a Montevideo, donde, relata Lynch, "los dirigentes del país aplaudieron su buen juicio al distanciarse de los dos partidos en disputa en Buenos Aires, el ejército organizó desfiles en su honor, la prensa le trató con respeto, las damas de la alta sociedad le agasajaron, la opinión pública le veía como un héroe popular y sus amigos se apiñaban a su alrededor. Un libertador tan célebre estaba condenado a llamar la atención". El juez decano, Benito Llambí, le ofreció una fiesta en donde no faltaron ni Lavalleja ni Rondeau ni Joaquín Suárez ni Gabriel Antonio Pereira ni nadie que fuera algo. Rivera estaba en Durazno, en campaña, y mandó al general Pozzolo en su nombre a expresar su respeto. Se me hace grato evocar este último recuerdo rioplatense de San Martín, que lo vincula a Montevideo con una nota final de benevolencia entre tantas amarguras. En nuestra ciudad nombró apoderados para cuidar sus bienes y retornó a Europa: "Qué quiere que le diga", le escribió a su amigo Guido, "que estoy bueno, que estoy aburrido y que siento los males de nuestra Patria estoica".
Así terminó su periplo rioplatense el héroe de la Argentina y libertador de Chile y Perú. Su legado, sin embargo, está vivo, aunque todavía el anacronismo asalte sobre su biografía. Hay quienes saludan su liberalismo, su respeto a los derechos de indios, negros y pobres, pero vituperan su tendencia monárquica, que se explica en su época, porque su pasión era la independencia y su terror, la anarquía. Llegó acá coronel español a emprender la aventura de una lucha por la independencia americana, a la que signó con la audacia de aventuras como el cruce de los Andes, la dignidad y el desprendimiento en el ejercicio del poder, la honradez de su conducta y un profundo sentido democrático. Cuando él pensó en la monarquía su modelo era Inglaterra; por eso podía no ser republicano pero sí profundamente demócrata.
El otro gran Libertador, el del Norte, vivía de otra manera. Lo que en San Martín era sobriedad en Bolívar era extroversión, para hablar, para escribir, para filosofar. Aristócrata de nacimiento, su concepción, sin embargo, fue siempre republicana, por un enorme apego a la libertad y la igualdad, pero no tan democrática en el gobierno por un acendrado centralismo que le llevó hasta proponer una presidencia vitalicia. Mucho más político que San Martín, transigía con caudillos y realidades sociales. Su ambición carecía de límites, geográficos y temporales, bien distinta a la de San Martín, siempre pronto a limitar su ímpetu personal. Si el legado sanmartiniano es más moral, el de Bolívar es más político. Ambos comparten, sin embargo, la gloria de una independencia forjada con impulso épico, el heroísmo del sacrificio personal y la construcción de patrias que soñaron dignas.
El propio Bolívar escribió que "para juzgar de las revoluciones y de sus actores, es menester observarlos muy de cerca y juzgarlos muy de lejos". Por eso, las conmemoraciones de hoy han de ser, ante todo, una ventana de altura y dignidad para mirar a nuestras naciones y un fuerte llamado a prevenirnos del uso bastardo de estas figuras homéricas a las que tantas veces, con grosera explotación política, se les quiere hacer decir lo que nunca dijeron o representar lo que nunca representaron.
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