¿Tierra de hombres libres?
A la entereza de Franklin Brito…
Tenía razón Ayn Rand cuando insistía con su tradicional efusividad que era imposible que una sociedad hiciera gala de la libertad si cualquiera de sus ciudadanos sentía que se le negaba la posibilidad de emprender el difícil viaje por los recovecos de su destino con un control absoluto de sus opciones. Pero por algunas razones que no vale la pena enumerar aquí, nosotros por mucho tiempo hemos creído todo lo contrario. Hemos apostado a la preeminencia de un régimen por encima de las personas y hemos gritado patria muchas veces para pisotear cualquier iniciativa de emprendimiento ajeno, tal vez porque en nuestro inconsciente colectivo la palabra éxito es un revulsivo insoportable cuando se trata de los otros, o porque desde siempre confundimos la gesta libertadora con la posibilidad de sentirnos y hacernos libres los hombres y no los gobiernos.
En el templo que desde siempre hemos dedicado al dios del despotismo llevamos doscientos años sacrificando nuestras propias posibilidades. Siempre creímos que “el hombre fuerte del momento y la revolución que prometía” iba a enmendar y resolver todos los entuertos de los ídolos anteriores. Siempre nos hincamos y besando la tierra por donde pasaba revaluábamos las esperanzas de un nuevo comienzo que por supuesto nunca ha llegado ni llegará nunca.
En ese altar corre ahora la sangre de Franklin Brito, cuya larga agonía transcurrió a espaldas de nuestros verdaderos intereses y valores. Hay que reconocerlo. Su batalla fue una lucha al margen de nuestras preocupaciones, y demasiado tarde entendimos que él decidió encabezar nuestros afanes y no abandonar la primera línea de esta lucha tan grotesca contra nuestras propias sombras, sometidos a la psicótica situación de sofocarnos con los gritos de libertad proferidos por el mismo tirano que nos la arranca a pedazos.
No es la primera vez que un régimen de fuerza utiliza el recurso de la demencia para deshacerse y desprestigiar a sus adversarios políticos. Todo autócrata llega a pensar que los que no son capaces de entender sus designios tienen que estar necesariamente locos. Alguien que defienda sus propios intereses y la emprenda contra los inmensos molinos de viento de la brutalidad expoliadora no puede estar en sus cabales. Ese argumento fue utilizado, aun cuando se les disolvió en sus propias vergüenzas. Prefirieron aislarlo y dejarlo morir. Prefirieron mantener la mano de hierro asfixiando su garganta hasta que su grito dejó de oírse. Prefirieron el crimen antes que el reconocimiento de que la razón estaba de su parte. Prefirieron su muerte antes que devolverles sus tierras.
Los que tomaron esa decisión son los mismos que se regodean de haber “rescatado” para el pueblo más de seis millones de hectáreas, que ahora no producen absolutamente nada, ni sirvieron para esconder las cientos de miles de toneladas de alimentos descompuestos, y tampoco para salvar una vida sobre la base de la misericordia y la benevolencia que ennoblece a los gobernantes justos y que condena irremisiblemente a los déspotas.
No hay libertad sin hombres libres. Hemos entendido mal. La libertad es una condición moral que nos encarga de nuestra propia vida, nos hace responsables por nuestras acciones y garantes de nuestro propio legado. No es un privilegio sino una oportunidad para trascender que a veces significa morir por lo que nos resulta valioso, sin dejarnos torcer el alma aunque nos tuerzan el cuello. La libertad no es para gozarla como creímos, ni la posibilidad para el saqueo y la explotación. Tampoco es para ofrendarla al primer tirano que se nos atraviese. Es para defenderla de aquellos tartufos que vienen con la sospechosa oferta de encargarse de nosotros y de nuestra felicidad. En la soledad de su lucha, y hasta la muerte como demostración de integridad, eso fue lo que nos quiso decir Franklin Brito.
Por mera decencia no voy a leer ni una letra del comunicado oficial. Es demasiado tarde para cualquier excusa. Prefiero sentir en el aire el terror que les ha producido la firmeza de un solo hombre, su indoblegable fuerza de voluntad que hasta el último minuto exigió que le restituyeran lo que él sentía que nunca debieron quitarle: su heredad. En su tumba rechina la arrogancia con la que algunos se pasean por el país demoliendo el derecho, asesinando la justicia y secuestrando la libertad, mientras el puño de acero va apretando con todas sus fuerzas el puñal con el que le están atravesando el alma a la república. Descanse en paz Don Franklin Brito y que nunca encuentren sosiego sus verdugos.
- 23 de enero, 2009
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